Capítulo 16 - El Paraguas y el Pensieri

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Y mi paraguas, lo extravié aquel día, ¿dónde está? Sé que lo llevaba por la mañana. Si lo tienes tú, Harry, devuélvemelo, porque me siento perdida sin él en los días lluviosos, aunque ahora estamos en diciembre, así que toca nieve, eso dicen, y un paraguas en una tormenta de nieve es ridículo, como un cinturón de seguridad si no estás en un coche, o un casco si no vas en bicicleta. Lo necesito igual que un pez, una bicicleta o comoquiera que sea el dicho, igual que el café tiene que tomarse solo, igual que a una virgen le hace falta un novio. Hay tantas cosas que nunca recuperaré…

Seguramente, te estarás preguntando cuánto tiempo se tarda en llegar a tu casa. ¿Es que Liam está conduciendo la camioneta de la tienda de su padre hasta Bolivia para luego dar la vuelta y regresar? ¿Todas estas páginas las he podido escribir en un recorrido tan breve, incluso con tráfico? Y la respuesta, Harry, es Leopardi’s. Nunca te llevé a Leopardi’s, la cafetería que ocupa el primer lugar en mi lista de favoritas, la mejor, un desvencijado palacio italiano con paredes de color rojo intenso, pintura descascarillada y fotografías que cuelgan torcidas en las que aparecen hombres con la piel oscura, el pelo en grandes y elegantes ondas y unas sonrisitas bonachonas dirigidas a sus señoras y a una cafetera exprés parecida a un brillante castillo de científico loco, humeante, reluciente, con picos por todas partes que se curvan hacia arriba y hacia fuera, formando un retorcido nido metálico bajo una severa águila metálica que permanece encaramada en lo alto, como acechando a una presa. Se necesita toda esa máquina, con esferas y tubos y un montón de paños blancos cuadrados que el personal utiliza con maestría, para elaborar unas diminutas tazas de café tan intenso y negro como las tres primeras películas de Malero, en las que aparece un mundo anguloso y parpadeante. Maldita sea, adoro ese café. Si le añadiera mucha leche y tres azucarillos, el águila descendería volando y me abriría la garganta con las garras antes de que pudiese dar un sorbo, pero, ¿sabes qué, Harry?, esa no es la verdadera magia del sitio. El encanto de Leopardi’s que sentí la primera vez que Liam me lo enseñó, cuando su primo trabajaba allí y nosotros estábamos en el colegio, es el absoluto silencio de ese local de techos altos, la posibilidad de meditar sin ser interrumpido por nada, excepto las enormes y siseantes nubes de vapor y el tintineo de las monedas en la caja registradora. Te dejan a tu aire, te permiten murmurar o reír o leer o discutir o lo que sea en cualquier rincón en el que estés sentado. No te limpian la mesa, ni se aclaran la garganta, ni dicen nada excepto prego, de nada, si tú dices gracias, grazie. No se fijan o simulan no fijarse en ti, aunque termines el último sorbo de tu café y sueltes la taza de golpe por algo que tu exnovio te hizo, por el mero recuerdo de lo que te hizo. Puedes romper el platillo en dos, y no dicen nada. En Leopardi’s, imaginan que ya tienes suficientes problemas. Deberían enseñar a mi madre, a la madre de todo el mundo, cómo dejar a las personas a solas. Era el lugar perfecto adonde Liam podía llevarme cuando íbamos acercándonos a tu casa y esta carta no estaba ni mucho menos terminada, así que arrastré la caja dentro sin que ningún camarero de Leopardi’s, con sus perfectos bigotes y mandiles, dijera una sola palabra del golpe que produjo en la mesa contigua, ni de cuánto tiempo llevaba sentada escribiéndote.

Esta es la botella de Pensieri. Nunca te hablé de Leopardi’s y nunca te conté la noche que pasé consiguiendo el Pensieri, esta misma botella, mientras tú —¡ja!— atendías tu asunto familiar, aunque tampoco me lo preguntaste. Nunca te lo conté. Como muchas otras cosas, Harry. Así que permíteme que te relate una parte.

La tarde estaba bastante avanzada, suficiente té y suficiente madre, cuando finalmente el agua de la ducha arrastró el Boris Vian Park de mi cuerpo y me senté en mi propia habitación como si hiciera cien años que no estaba allí, la mochila aún sin abrir desde el viernes y el banderín todavía enrollado sobre el escritorio desde el partido. Recogí algunas cosas, todavía envuelta en la toalla, restregué el café del cuello de mi camisa y, esperanzada, la tendí en la barra de la ducha, y puse algo de música, aunque la quité porque todo me sonaba mal; Hawk Davies era lo único que quería y no tenía. Luego hice algo que me avergonzaba hacer: coger el teléfono y llamar a Liam. Me desplomé sobre la cama mientras esperaba a que contestara y abrí Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine.

Y por eso rompimos (Harry Styles y Tú)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora