Highway to Hell

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Amanecía en el desierto tras otra noche en la carretera. El horizonte se encendía lentamente con un resplandor dorado, desplazando las sombras plomizas mientras la caravana proseguía su marcha sin destino.

Éponine no había dejado que nadie la sustituyera al volante. Conducía con la vista fija en la carretera y sin levantar el pie del acelerador, fingiendo que no notaba la mirada llena de preguntas de Cosette. En su mente había una única idea fija: poner tantas millas de por medio como pudieran.

―Así que diez millones ―estaba diciendo Courfeyrac, que se acomodaba con el resto de los chicos en el habitáculo de atrás. Habían intentado dormir un rato, pero estaban demasiado alterados―. Ya decía yo que todo esto era un poco exagerado sólo por un coche.

Grantaire suspiró con resignación. Ya había superado las fases de negación, resentimiento y profunda amargura existencial. La fase optimista de "por lo menos seguimos vivos" era más bien para la gente como Courfeyrac, incapaz de contemplar la posibilidad de que las cosas salieran mal ni siquiera cuando ya habían salido mal. El joven conservaba casi intactos el buen humor y la presencia de ánimo, y sólo de vez en cuando lanzaba furtivas miradas en dirección a Combeferre, que hablaba poco y se dedicaba a fumar un cigarrillo tras otro.

―La verdad ―siguió diciendo Courfeyrac― es que hubiera preferido un maletero lleno de dinero en vez de uno lleno de cadáver.

―Nadie os obligó a robarnos el coche ―gruñó Enjolras, que estaba molesto por el humo y por los dos intentos consecutivos de atropello, uno de ellos con éxito.

―¡Eh! Vosotros me secuestrasteis y no me oiréis quejarme ―replicó Courfeyrac.

―¿Sabéis quién más no se queja? ―intervino Éponine sin apartar la vista de la carretera―: El juez Wright.

Se hizo un silencio largo e incómodo tan solo roto por el clic metálico del mechero de Combeferre, que encendió otro cigarrillo.

―Ya era hora de que alguien lo mencionara ―dijo sin alzar la mirada.

―Trevor Wright era una lacra para el sistema y para la sociedad ―replicó Enjolras con más pasión que cautela―. La justicia no es digna de ese nombre mientras continúe legitimando a jueces como él.

―Así que lo matasteis ―concluyó Combeferre.

―Nadie ha dicho eso.

Courfeyrac resopló.

―¿Ah, no? ¿Y qué pasó? ¿Le dijisteis que sólo queríais hablar civilizadamente y se hizo el harakiri con el picahielos?

Enjolras frunció el ceño. No entendía por qué todo el mundo reaccionaba tan mal cuando intentaba ser diplomático. Le costaba mucho trabajo, pero le había prometido a su madre que haría el esfuerzo.

―Mamá te apoya en todo, tesoro. Pero ¿por qué no intentas pedir las cosas de forma amable antes de levantar barricadas en las calles? Hazlo por mí, ¿vale?

Enjolras no pudo negarse, pero el mundo no estaba colaborando.

―Ni siquiera sabíamos que estaba muerto hasta que lo oímos en la radio ―estaba explicando Grantaire―. Tuvimos que dejar el casino con cierta prisa después de vuestro numerito de aficionados.

―Sí, claro, porque lo de Casius McNamara fue un trabajo muy profesional ―gruñó Courfeyrac cruzándose de brazos.

―No me hagáis hablar de McNamara ―dijo Enjolras.

―Por favor, no le hagáis hablar de McNamara ―rogó Grantaire.

―Supongo que a él tampoco lo matasteis ―dijo Combeferre, dejando escapar el humo con hastiada indiferencia.

God's Gonna Cut You Down | Les Miserables Humor/Road Trip AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora