LAST SONG FOR LISA MARIE
En Graceland, a la una de la madrugada del 16 de agosto de 1977, Elvis Aaron Presley se despertó sudoroso y asustado, asaltado por un malestar indefinible que, en forma de notas y letras que le llenaban la cabeza, le aturdían.
Por fin, después de semanas buscando, lo había encontrado.
Sentado en la cama se frotó los ojos, se levantó, se puso un pijama de color azul eléctrico, dio un beso a su novia Ginger, la miró dormir durante un instante con infinita dulzura, y salió de la habitación.
En su estudio de sonido, conectó la mesa de mezclas, metió una cinta virgen en la grabadora, tomó su guitarra acústica con la que siempre componía y, sentado frente al micrófono, empezó a cantar con voz trémula su última canción.
Una hora más tarde dejó la guitarra sobre una mesa, sacó la cinta de la grabadora, la metió en un sobre marrón claro, garabateó unas líneas en una hoja de papel que también metió en el sobre, lo cerró, escribió en él un nombre y una dirección con rotulador azul, desconectó la mesa de mezclas y, tras echar un último vistazo alrededor, apagó la luz y salió de allí.
Llamó por teléfono al servicio de mensajería Fast and Safe y se sentó a esperar, a oscuras, en el sofá blanco del inmenso salón, mientras se comía una tableta de chocolate.
Quince minutos después Elvis entregó el sobre marrón claro al mensajero, le dio los 2,25 dólares del coste del servicio y otros 100 dólares de propina y le dijo escuetamente: «Entrégalo».
Cerró la puerta y se dirigió a su cuarto de baño privado, sonriendo tranquilo. Eran las dos y veintisiete minutos de la madrugada.
Pero lo que nunca supo es que el mensajero, Billy Smith, seguidor inquebrantable del Rey, no entregó el sobre tal y como se le había encargado, sino que lo abrió con mucho cuidado, vio lo que contenía, volvió a su casa, sustituyó la cinta grabada por una en blanco, lo volvió a cerrar y sólo entonces lo llevó hasta su destino.
Eddie era un fanático de Elvis.
Pero, a diferencia de otros fanáticos, Eddie no vestía como Elvis, ni cantaba (o intentaba cantar) como Elvis, ni tenía un muñequito bailarín colgado del retrovisor del coche, ni se parecía, ni pretendía parecerse, a Elvis. Hay que decir que más bien se parecía a Steven Seagal, con su más de metro noventa, cien kilos de peso, frente alta, ojos tristes y desafiantes, pelo negro peinado hacia atrás y con su coletita y todo.
Lo que Eddie sí que hacía, compulsivamente, era coleccionar discos con las canciones del Rey. Los tenía todos. Y cuando digo todos, significa realmente todos. Desde los primeros singles editados hasta los últimos compactos, desde las ediciones especiales y oficiales que E. P. ENTERPRISES, INC. (la empresa creada para explotar el recuerdo del cantante) sacaba al mercado cada año para conmemorar cualquier cosa, hasta las más raras grabaciones piratas obtenidas en alguno de sus famosos conciertos.
Yo había conocido a Eddie (que en realidad tenía un nombre mucho más hispánico, pero le gustaba que le llamaran de ese otro modo, más internacional) hacía muchísimos años, en el colegio. Luego nuestras vidas se separaron hasta que, por casualidad, volvieron a cruzarse un día, si bien pudimos comprobar que los rumbos que habían tomado habían sido bastante diferentes: Eddie se había hecho rico como manager de grupos musicales cuyo vocal imitaba a Elvis (es increíble el éxito que pueden tener estas cosas entre los aficionados) y yo, pues no. Pero, a pesar de esas diferencias de estatus, éramos buenos amigos y nos veíamos con frecuencia, aunque yo compartiera sólo en parte su pasión por el cantante de Tupelo.