LA LUZ DE LA GRAN VERDAD
Cuando el Mundo se creó, los dioses se reunieron porque no deseaban que el Hombre descubriera el Secreto de la Gran Felicidad, y quisieron encontrar el mejor lugar para esconderlo. Uno propuso ocultarlo en la profundidad del mar; otro, en la más alta montaña; otro, en el centro de la tierra; otro, en el cielo. Pero ningún lugar les convenció, pues pensaron que tarde o temprano el Hombre acabaría por encontrarlo. Finalmente otro dios, muy tranquilo, les dijo: «Esconderemos La Luz de la Gran Verdad dentro del Hombre mismo, donde nunca la hallará, ya que jamás pensará que él mismo la lleva dentro». (Leyenda hindú)
«Me llamo Sukhwindara, y pertenezco a la casta superior de los Brahamanes», nos informó, orgulloso, el guía hindú que había acudido al aeropuerto a recogernos, mientras se guardaba el cartel con mi apellido que había estado exhibiendo entre la maraña de gente que esperaba la llegada del avión. Tendría unos treinta años y era moreno, con bigote, no muy alto, extremadamente delgado y de piel apergaminada. Sonriendo, me tendió la mano. Después se volvió hacia Khalidah, mi mujer, con las palmas de las manos juntas sobre el pecho, como si estuviera rezando, y musitó «Namasté», su saludo tradicional, a la vez que inclinaba levemente la cabeza hacia delante. «Pero, por favor, me gustaría que me llamaran Sukhi.»
Guiados por Sukhi atravesamos la puerta de salida para encontrarnos con la mañana de Calcuta, que nos abofeteó con un soplo de aire caliente y nauseabundo. Apenas había amanecido, y ya el calor húmedo y bochornoso de la ciudad hacía insufrible la estancia fuera de un recinto sin aire acondicionado. El recorrido hasta nuestro coche no fue fácil, pues desde la salida tuvimos que nadar en un mar de cuerpos dormidos tirados por el suelo. Llamó mi atención una chica muy joven, casi una niña, vestida con un sari rojo y morado y que tenía en su regazo, protegiéndolo, a un niño muy pequeño. Cuando tuvimos que pasar por encima de ellos (ante la imposibilidad de rodearlos), ella se agitó un poco, lo que dejó al descubierto su zona lumbar revelándonos una monstruosa cicatriz rosada, de aspecto antiguo, que nacía en la cintura y se perdía hacia arriba entre los pliegues del sari. Nos miró un segundo con ojos de sueño, apretó a su hijo un poco más contra ella, y volvió a quedarse dormida.
Junto al coche nos esperaba el conductor, un corpulento y sonriente sij que lucía una frondosa barba negra y un turbante azul celeste. Recogió en silencio nuestro pesado equipaje, lo depositó en el maletero con gran agilidad y delicadeza, y nos franqueó la entrada al microclima artificial del vehículo.
Durante el trayecto hacia el hotel observé a Khalidah, que sentada junto a mí observaba seria y taciturna el caótico tráfico de la megaciudad a través de las ventanillas de cristal ahumado. Apenas habíamos hablado durante el viaje, aunque eso no era nada extraordinario.
–¿Estás nerviosa? –le pregunté.
–¿Por qué? –me respondió volviendo rápidamente la cabeza hacia mí y clavando sus negros ojos en los míos, sin mover el cuerpo, como quien reacciona por instinto a una agresión–. ¿Es que te he molestado en algo?