Karl

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— No puedes alejarlo así, Viggo — trataba de explicar Frederick, el comerciante —. Es cruel.

— Prometí cuidarlo y es lo que haré.

— Eso no es cuidarlo, es matarlo lentamente.

La casita de los Odinsson resultaba curiosa y anticuada. De madera y concreto, caliente y acogedora, siempre oliendo a como olía el mar. Una pequeña chimenea en la sala para los inviernos fríos, sillones gastados, una alfombra vieja, mesas chirriantes y la suave luz de focos que sorprendentemente aún no se fundían.

Ahí estaba Viggo, negociando con Frederick la partida de su nieto a Oslo, la hermosa y tranquila capital de Noruega, donde mucha gente distraería a JiMin de las locuras del mar abierto. Después del espectáculo nocturno de las focas, Viggo tenía miedo de perder a su nieto, que sin duda y con razón se sentía atraído por esos seres.

— ¿Estás seguro de que eran selkies? Podrían ser sólo focas ordinarias, Viggo — Frederick siempre desconfiaba del juicio de un marinero, porque esos hombres tenían demasiada sal en la cabeza —, y tú sacando conclusiones adelan...

— ¡Yo sé reconocer a esas criaturas cuando las veo, Frederick Ødegård! Tú eres un estúpido que no me cree — el hombre de largas barbas aventó su lata vacía de cerveza al suelo, enfrentando al pobre comerciante que tenía la lengua congelada — . Le debes. Te llevarás a mi nieto en cuanto despierte y lo pondrás lejos de las selkies. Es lo mínimo que podrías hacer por ella.

Frederick dejó su cerveza a un lado, con un suspiro subiendo por la garganta. Viggo tenía razón: no podía negarse, pero ¿de qué servía privar al niño de su naturaleza? Era tratar de evitar lo inevitable.

— Partiré al amanecer. Abrígalo bien, Odinsson y despídete.


✬ ✬ ✬

— ¿Abu?

Su cabeza dolía, también su espalda y el moretón en su brazo. Despertó arropado con calientes cobijas y la luz naranja de una lámpara antigua. Estaba en su habitación, pero no recordaba haber llegado ahí por la noche. Su pancita rugía de hambre. Tardó unos minutos en hallarse y recordar. Las focas, su abuelo, el dolor que vino después de intentar detenerlo.

Comenzó a llorar, abrazando sus piernas, abrumado por ese recuerdo. Su abuelo jamás le había golpeado, ni siquiera intentado hacerlo. Pero anoche parecía tan enojado que ahora mismo tenía miedo de verlo. Ahogó sus pequeños hipidos bajo la cobija de lana, queriendo apagar el llanto.

Las clavijas de la puerta mohosa sonaron, dejando entrar al gran Viggo que con un rostro avergonzado se acercó a su nieto.

— Hola, sardinita.

El viejo sonaba más cansado de lo normal, arrastrando sus pasos hasta la orilla de la cama de JiMin. Algunos resortes se botaron de nuevo — y es que Viggo era enorme —; Viggo destapó a su nieto, viendo las lágrimas plateadas caer por el rostro blanco, tan bonitas y mágicas. Si escuchabas con atención, se podía oír una pequeña nota armoniosa por cada lágrima que caía.

— ¿Qué te he dicho de llorar, hmm?

— Que llama la atención de personas malas —  respondió JiMin con palabras fatigosas —. Pero es que ahora sí no me hicieron caso y salieron solitas, lo prometo, yo no quise llorar.

— Llorar está bien—  explicó Viggo, abrazando a su pequeño, que con gran afecto se pegó a él como abeja a la miel —. Sólo no lo hagas frente a nadie, podrían hacerte daño, sardinita.

El niño se dejó consolar un rato, hasta que las lágrimas cesaron y ya no había hipidos. Entonces Viggo comenzó a hablar.

— Acompañarás a Fred a vender el pescado, JiMin. Irán a Oslo, vas a conocer a sus hijos ¡y a Ofelia! Es famosa por sus papas con anchoas.

— ¡¿Papas con anchoas?! — JiMin se paró sobre la cama, dibujando una sonrisa emocionada. Los saltos que dió hicieron que más resortes se botaran, parecía una pequeña rana, olvidando su dolor — ¡Ya quiero ir! ¡Ya quiero ir! Y cuando regrese te traeré muchas muchas anchoas ¡tanto que vomitarás como el perro de la señora Finnegan! Y aprenderé a hacerlas, porque no me gusta comer siempre tu estofado de calcetín, Abu.

Claro que Viggo no tenía planeado que JiMin regresara jamás. Lo quería lejos, aunque doliera separarse de ese pedazo de sol. JiMin no debía regresar. Así que fingió estarse divirtiendo con las frases disparatadas del niño.

Lo llevó a mirar las estrellas en el tejado, y le dijo que siempre que necesitara ayuda, sólo debía hablarle a la estrella más brillante, ella lo consolaría con su luz. Llegado el momento, tuvo que entregarlo a Frederick, que los esperaba para poder zarpar, en su bote de carga que olía a carnadas.

— ¡Hola, señor Frederick! — gritó JiMin, corriendo a saludarlo. Llevaba una pequeña mochila que contenía sus cosas más preciadas (libros, un regalo de su mamá y una piedra llamada "Peter") y una capa que arrastraba en el suelo — ¿Es cierto que su esposa cocina papas con anchoas?

— Las mejores del mundo, pequeñín — aclaró el mercader, cargando al niño entre sus brazos —. ¿Ya te has despedido de tu abuelo?

— Síp.

Viggo los miró desde lejos, resistiendo el impulso de traer de vuelta a su nieto. Vio cómo Frederick lo bajaba, y JiMin iba a la popa para despedirse de su abuelo sacudiendo una mano entre la niebla densa.

— ¡Adiós, Abu! ¡Traeré anchoas!

Fue la última ocurrencia que logró escuchar antes de que el barco se perdiera en las nubles grises del mar.

•••

XOXOXOXO

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ΚΛΙ

The Song of the Sea || KookMinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora