18: Mutuo

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David caminó hacia la entrada de la casa que servía como la oficina principal de la estación de radio mientras sacudía las llaves en su bolsillo con ansiedad, pensando en la manera correcta de hablar con Sarah.

Abbey tenía razón, y su mujer debía saber la verdad.

El problema era que conocía a Sarah, y de tanto pensar en la posible reacción que tendría, la voluntad con la que había decidido hablar con ella tambaleaba peligrosamente ante la idea de aplazar la conversación.

Los empleados le saludaban a medida que caminaba por los pasillos de la enorme casa, y él solo podía pensar en la manera en que las cosas habían cambiado durante el último año. Desde la llegada de Abbey, para ser más específicos. 

Tenía que confesarlo, y era que, si no hubiese sido por ella, él nunca se hubiera atrevido a apropiarse de la verdad: su corazón aun quería vivir el amor. Aun quería palpitar con la emoción de escuchar la voz de ese alguien especial. Aun quería volverse loco con la mera idea de encontrarse con esos ojos hechizantes... 

Abbey había llegado para darle el valor de decidir que por más que lo negara, era hora de hablar con la verdad.

Abrió la puerta del despacho principal y la encontró sentada en el escritorio, rodeada de carpetas y papeles, como solía permanecer a diario.

—¿Sarah?

La mujer levantó la mirada de los papeles y sonrió, dejó a un lado sus gafas de lectura. —David, ¿qué haces aquí?

—Yo... Sarah vine porque necesitamos hablar —repuso sabiendo que no era hora de irse con rodeos. Ya no podía perder mas tiempo. 

La expresión de la mujer reflejó la confusión, y luego la preocupación. Aquella frase era capaz de hacer estremecer hasta a una persona con nervios de acero.

Esto no me gusta nada, pensó. 

—¿De qué?

—¿Podemos sentarnos?

Sarah asintió y se acomodaron en el largo y cómodo sofá en el centro del despacho. Carraspeó ligeramente.

—¿Y bien? —Él la miró con inquietud—. David, ¿estás bien?

—No.

—¿Estás enfermo?

—No —negó con rapidez—, no se trata de mí, sino de nosotros.

—David sabes que no me gustan los rodeos, ve al punto por favor —pidió sintiendo apropiarse al temor de su interior.

—Sarah, tu y yo sabemos que las cosas no están bien —dijo mirándola—, nuestra relación no es completamente sana.

Ella frunció el ceño. —¿De qué hablas, David? Claro que estamos bien.

—No, Sarah, no estamos bien —repitió, y antes de que ella negara de nuevo, continuó—. Y tú lo sabes. 

La mujer cerró los ojos y sus hombros se tensionaron. Por supuesto que lo sabía, reconoció una voz en su interior, pero a veces, ignorar la presencia de una situación hacía que esta doliera menos que recordarla a diario. Por lo menos de momento.

Hubiera querido abrir los ojos sin un solo rastro del miedo que sentía en su interior, pero al hacerlo, y reconocer en la mirada de David ese sentimiento de lastima, supo que no lo había logrado. 

David sabía que estaba aterrada.

—No entiendo, David —dijo—, las cosas aquí no pueden ir mejor y los niños están bien...

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