26: ¿Quién tiene la razón?

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—¿Y la tía Abbey?

—Se fue.

—¿Por qué se fue?

—Porque ya era hora de regresar a casa.

—¿Dónde queda su casa?

—Samuel, ya —regañó Sarah—. No más preguntas y come tus verduras.

El pequeño miró a su padre, intentando que una vez más intercediera a su favor para no comer aquellos horripilantes tallos verdes, pero él solo sonrió de medio lado y lo instó a que obedeciera a Sarah.

Acababa de pasar ya una semana desde que Abbey se había marchado a Texas, y para él, había sido una de las más largas de los últimos años. Samuel preguntaba a diario por la joven, a pesar de que a diario le respondían lo mismo una y otra vez, pero él entendía lo que el niño sentía. Su hijo extrañaba a Abbey, quien se lo había ganado con su ternura y candidez, mientras que él la extrañaba por esas y muchas razones más. Hablaba a diario con ella por teléfono, pero eso no le era suficiente y empezaba a cansarse de que Sarah creyera que todo había sido un mal sueño.

Las ansias por ir tras Abbey le oprimían con fuerza el alma, pero quería cumplir lo que ella le pedía y dejar todo en orden. Ella tenía razón, y él sabía que no merecía ser la otra.

No pensaba sacar a Sarah de su casa, así que ya había estado hablando con un agente inmobiliario que le ayudaría a conseguir un lugar mas pequeño para él y Samuel, sin que ella se enterara. Sabía que ella no estaría de acuerdo, y en su orgullo se iría sin aceptar que él quisiera dejarle la casa, pero igual él tampoco pensaba quedarse allí. Si iba a empezar de nuevo, lo haría por completo. 

Todavía tenían que ponerse de acuerdo en lo que harían para evitar que los niños se vieran demasiado afectados por la separación, sabía que ella tampoco lo pondría tan fácil. Todavía tenía que vivir momentos amargos, pero tenía la esperanza de que al final terminaría libre para darle a Abbey todo de él. Su tiempo, sus palabras, su amor...

Después del silencioso e incómodo almuerzo, Sarah salió para la oficina y él dedicó un poco de su tiempo para jugar con los niños. El reloj daba las tres de la tarde, y el pensar que a esa hora Abbey estaría en su casa hizo incrementar su ansiedad por escucharla. Tomó el teléfono y cuando se dispuso a marcar el número, el sonido del timbre avisó de la llegada de una visita.

—Papá, alguien toca a la puerta —repuso Samuel sin dejar de colorear sus libros de dibujos.

—Sí hijo, ya escuché. —Dejó el teléfono a un lado y salió de la habitación no sin antes advertir a Samuel de cuidar a la pequeña Sallie quien jugaba con sus muñecas.

Bajó a la primera planta con lentitud, gruñendo de manera silenciosa en contra de quien le había quitado la oportunidad de hablar con Abbey, pero su enojo se disipó al abrir la puerta y encontrarse con los padres de Sarah, y quienes habían adoptado a Abbey. Su garganta se secó ante la mirada de la pareja.

—Rosie, Elliott, pasen por favor —dijo dándoles entrada e intentando recobrarse de la sorpresa inicial.

Minutos después y luego de dejar chaquetas y bolsas colgadas en el pequeño vestíbulo, estaban los tres, cada uno con un vaso de agua sentados en la sala.

—¿Y mi hija? —preguntó Rosie.

—Está en la oficina.

—¿Y tú por qué no estas con ella? —quiso saber Elliott.

—Porque yo estoy cuidando a los niños —respondió encogiéndose de hombros—. Nos turnamos para pasar más tiempo con ellos, yo estuve en la oficina por la mañana mientras ella permanecía aquí —explicó.

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