22: Soledad

137 19 1
                                    


Abbey salió de su habitación con expresión de sorpresa. Era la quinta vez que el timbre sonaba y nadie había bajado a ver quién era. Ella no lo había hecho a la segunda vez porque creyó que no estaba sola, pero ya empezaba a dudar de eso.

Tomó su bastón y, apurada por el sonido melódico, bajó a tropezones llegando hasta la puerta principal. Sabía que no era muy confiable abrir sin saber quién había al otro lado, mucho menos si ni siquiera se podía ver, pero ella lo hizo.

—¿Quién es?

—Creo que debiste preguntar eso antes de abrir.

—¿Anna?

—Sí, soy yo —asintió la mujer y Abbey escuchó la sonrisa en sus labios—. ¿Cómo estas, Abbey? —preguntó cerrando la puerta tras ella.

—Bien. Perdón por tardar en abrir, pero no sabía que estaba sola.

—¿David no está?

—No.

Anna enarcó una ceja. —Qué raro, él me pidió que viniera.

—Pues si te lo pidió quiere decir que no debe tardar. ¿Por qué no te sientas y lo esperas? —ofreció.

—Está bien —aceptó caminando a la sala. Abbey la siguió con cautela.

—¿Quieres algo de beber? —preguntó con amabilidad.

Eso estaría genial, pensó. —No te preocupes, estoy bien —dijo en cambio.

—¿No lo dirás solo porque no quieres incomodarme? —cuestionó la joven—. Porque si es así, te digo que no me incomoda.

Anna observó con cierta fascinación a la joven que tenía frente a ella. Sonreía con sinceridad y su semblante, tal como la primera vez que le había visto, le transmitía cierta sensación de calidez que le impresionaba.

—Está bien —repuso poniéndose de pie—, pero te acompaño.

Abbey asintió y caminaron hacia la cocina. Minutos después, regresaban a la sala, cada una con un largo vaso de limonada helada en sus manos.

—Y... ¿qué tal todo en tu trabajo? —preguntó la joven.

—Todo bien. Disfruto mucho enseñando así que mis días suelen ser muy tranquilos y satisfactorios.

—No hay nada como hacer lo que en realidad se quiere, ¿no?

—Definitivamente —asintió Ann.

Un silencio se apropió de la amplia estancia. Abbey bebía con tranquilidad de su vaso, mientras Anna se aprovechaba de la ventaja que tenía para observarla con calma. Cada rasgo, cada gesto...

—Escuché por ahí que no tienes novio —repuso de repente.

—Escuchaste bien. 

—¿Puedo saber por qué? —cuestionó.

Abbey meneó ligeramente su cabeza. —Es difícil encontrar a ese alguien especial, ¿no crees? —respondió.

No era esa la respuesta que Anna buscaba, pero asintió. —Eso es cierto. Yo me he pasado los últimos veinte años buscando a ese alguien... —añadió.

A pesar de que sus palabras mostraban un toque de diversión, Abbey descubrió también un rastro de melancolía. —Sé que no eres casada —repuso.

—Sabes bien. No estoy casada.

—Eres una mujer inteligente y seguramente atractiva —continuó—, ¿por qué no ha sucedido?

Lo esencialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora