24: Bajo la luz del sol

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Sumergida en la recta final de un libro que conocía al derecho y al revés, Abbey no tenía idea de la situación que se presentaba debajo de su recamara.

"—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.

—Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse."

—¡Esto no se está acabando, David!

Las manos se detuvieron de manera abrupta al escuchar aquella exclamación. 

¿Había escuchado bien? ¿Alguien había gritado? 

Contuvo el aliento por unos segundos, esperando para comprobar si había escuchado aquello o si solo se trataba de una mala pasada de su cerebro buscando engañarla a causa de su falta de vista. Se encogió de hombros mentalmente al no volver a escuchar ningún ruido, y sus manos se movieron de nuevo sobre el papel.

"—Los hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.

—No lo encuentran nunca —le respondí.

—Y, sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua...

—Sin duda —respondí.

Y el principito añadió: —Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón."

Vaya que aquello lo sabía, pensó Abbey en medio de una sonrisa.

Ella había tenido que aprender a fuerza que, lo esencial, como decía el principito, iba más allá de lo superficial. De lo que se podía contemplar a simple vista. Lo esencial era intangible, inmensurable. Tal como lo que sentía por David. 

Suspiró y sus manos se dispusieron a seguir leyendo, pero un nuevo grito la detuvo.

—¡No! ¡Te equivocas! ¡No se ha acabado!

Frunció el ceño y el llanto de la pequeña Sallie la hizo enderezar en su lugar. Aquello confirmaba sus sospechas, y era que los gritos no solo los oía ella. Dejó el libro a un lado y tomando su bastón, salió de la habitación. Sin embargo, debido a su afán por llegar hasta la pequeña, tuvo que enfrentarse al dolor en sus rodillas y piernas debido a los golpes que se dio al tropezarse mientras llegaba a la habitación infantil.

Samuel la recibió con exaltación, tomándola de la mano y llevándola hasta la cuna, explicándole que no había sido su culpa que la pequeña se despertara. Abbey le tranquilizó, mientras tomaba a la pequeña en sus brazos, y le mandó a que continuara viendo la televisión. La niña empezaba a adormecerse de nuevo, sin embargo, la inquietud se había apoderado de su corazón. En medio de todo aquello, había reconocido la voz de su hermana en los gritos que escuchaba, y eso no podía ser una buena señal.



—Hay otra, ¿no es así? —cuestionó Sarah—. De eso se trata todo esto. Me estas pidiendo que nos separemos porque no esperas la hora de irte con esa mujer, ¿verdad?

—Sarah, ¡ya basta! —exclamó David perdiendo la paciencia—. Creí que podíamos hablar como personas civilizadas, pero veo que me equivoqué —musitó.

Lo esencialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora