Mi vida puesta en sus manos

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Mi primera relación llegó a ser algo tóxica, hasta el punto de que su lengua se volvía radioactiva por las noches cuando me gemía. Temía perderla, pero tenía que superar por lo menos un miedo de los tantos que he acumulado en pocas horas y se han expandido durante tanto tiempo.

Me desencanté muy rápido de sus encantos asesinos que hace poco me mataban, y yo moría por tenerlos en mi celular; sus lanzas siempre me apuntaban y nunca tuve un escudo ni escudero en mi frente. Yo no creía en mí ni mucho menos en un tal defensor de mis emociones. Dejé que pasara el tiempo y conocí a otra.

Cuando me entristecía por sus balas hechas por ella, con amor pero con toques de toxina ardiente, solo miraba al techo, con la esperanza de que en algún momento una de sus vigas cayera... Cayera tan bajo como yo lo hice una vez; me arrastré cerca de ella pidiéndole que no se fuera. Nunca me arrepentí de amarla, pero me di cuenta que no es lo mejor. Estaba tan bajo en su propio mar de cianuro que podía respirar solo por mi fortaleza; mis acciones me hacían subir, mis seguridades eran –por mucho- superiores a ella. Cada vez que nos profundizábamos entre nosotros siempre se encontraba un asta que te hacía sufrir; ya no me llegaba a los pies, porque cuando llegó a mi cintura sentí placer y cuando llegó a mi boca solamente morí.

Llegué a la putrefacción; ya mis almohadas me expulsaban y pedían sol. Yo no podía asomarme a la ventana, no quería que ellos me vieran llorar. Y, cuando ella me escribía me sentía feliz, aunque me rompiera más por dentro.

Estaba en una cuerda floja, donde había un vacío, mi felicidad y mi tristeza; la muerte saludaba desde abajo; ella estaba al otro lado, pero fui fuerte –y bastante estúpido- y pude pasar... Había conseguido estabilidad en todos los empujes que ella me brindaba en mi pecho. Ya no lloraría más porque por fin la conocí. Un 22 de abril cualquiera se enamora; él era un perdedor y ella una perdedora, solamente había una herida de por medio que había que curarse, ninguno llegaba a su espalda, así que necesitaban del otro para poder sanar.

En mis días más puros en felicidad llovía; en mis días más puros en tristeza el cielo siempre se desvanecía. Era como si el clima quería enseñarme algo: "Puedes estar así de feliz y así de triste, solamente elige tú el camino".

Las piedras mientras más rodaban, más se endurecían; mientras más creía en ella, más me hacía doler.

Ya masturbarme no era un placer, porque mi creatividad ahora eran ataques psicóticos; ella me había enseñado su mal, me había hecho parte de su maldad. Yo era su felicidad, pero la felicidad no es eterna, por lo menos en mí, nunca duró lo suficiente.

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