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Capítulo Uno.

Homunculo asocial.

Era uno de esos días en los que pensabas que iba a llover, hacía frío y olía a tierra mojada pero jamás caía una gota del cielo. Ya habíamos entrado en otoño y el árbol frente a mi casa decoraba muy bien la vista desde mi cuarto, siempre me sentaba en este taburete con un té a las cinco en punto a ver el cielo, el cual a esta hora se convertía en una auténtica obra de arte.

Justo hoy, era uno de esos días. En los que admiraba ese árbol frondoso, viejo y pintado de verde opaco, marrón, rojo y naranja y más allá de él una montaña por donde se metía el sol, el cielo era blanco, rosa, azul y todos esos colores hermosos que solo la naturaleza sabe regalar. Y yo me hallaba sentada en mi taburete, frente a mi ventana, con mi té en mano y el cabello mojado.

Inhalo ese rico aroma mientras abro la ventana y una brisa fresca y fuerte hace que mi cabello se alborote, amo mi soledad, amo estar sola. Amo el otoño.

El sonido de la puerta principal abriéndose me alertó y decepcionó un poco, un rato más sola parecía ser mucho pedir— ¡Emily, hija! ¿Estás en casa?

Yo me apresuro a bajar, mis pies descalzos contra la fría madera de aquella vieja casa me hacía tener escalofríos, los escalones crujiendo bajo mi peso y justo enfrente la entrada, mi papá se encontraba ahi quitándose los zapatos y el abrigo. Y cómo es costumbre corro y lo abrazo, como una niña pequeña cuando ve a su héroe.

—Bienvenido, papá— le susurro al oído, el se estremece un poco.

—Gracias, cariño. ¡Que clima! Estos días serán un poco duros para el bolsillo— decía él mientras yo acomodaba un poco el desorden a su paso. Fue hacia la cocina y tomó una taza de café.

Odio el café, todo era para papá.

—¿Porqué al bolsillo, papá?

—La calefacción será costosa, tenlo por seguro —murmura chasqueando la lengua, saboreando su esperado café de la tarde.

Solo me limité a asentir —¿Que tal el trabajo?

No era un secreto para nadie que estábamos sumidos en crisis económica, y no solo nosotros, el país entero. Muchas acciones y malas decisiones llevaron al país a endeudarse, estábamos pasando las de Caín, mi padre y yo éramos afortunados al comer tres veces al día.

Habían muchos otros que no se podian dar ese lujo.

Mi padre juntó esas dos cejas gruesas que carga —Bien. Digo, podría ser mejor, ya la gente no está al pendiente de arreglar zapatos, amor —se ríe amargamente, me mira y se que está viendo mis fachas— Es viernes...

—Y mañana sábado y luego domingo...

—Ya sabes de lo que estoy hablando.

Yo hago una mueca y me dedico a acomodar un trapo de cocina que está extendido en el mesón por vez número veinte— Ya pareces disco rayado.

—¿No tienes planes para hoy?— murmura con cuidado a través de su café.

—No— digo tajante.

No era porque no quisiera, odiaba estar afuera, entre la multitud y la mayoría de jóvenes en mi ciudad estarían en discotecas, bares y algún que otro pub disfrutando de ser sociable y terminar con resaca al día siguiente. Tan solo pensar en un permanente dolor de cabeza me daban náuseas, no. Me niego.

—¿Y Jacobo?— me pregunta él indagando, impaciente por saber si me escaparé por la ventana cuando el menos lo espere. Para mi padre sería un placer,—Es un buen chico, ¿Porque no le invitas a que te lleve a tomar un café?

—¿Que clase de propuesta es esa? —me río.

—Es un hombre, aunque seas tú que lo saque de casa, él debe pagar tu café.

—Odio el café.

—Y yo odio el otoño— su mirada marrón se posa en mi y su mano gigante me acaricia el cabello ya casi seco,— Quiero que vayas y seas una adolescente común. Sal de aquí. Es una orden como padre.

Entrecierro los ojos, una pequeña guerra de miradas se arma. Marrón sabio contra negro frustrado, y mi padre gana por milésimas, acabo de parpadear.

Suspiro,—¡Bien, tu ganas! Llamaré a Jacobo.

El cuarentón frente a mi sonríe triunfante— Solo nada de cigarrillos— y simplemente sube las escaleras, probablemente a darse un baño.

Rendida me dirijo al teléfono de la casa, no tengo celular, y marco el número de Jacobo, siempre grabado en mi mente. Al cabo de dos repiques me atiende- ¿A qué debo el honor?

—Invitame a tomar un café.

Casi puedo sentir su expresión de: ¿Que le estará pasando a esta loca?

—Tu odias el café y yo odio el café. ¿Que tipo de propuesta es esa? Es como decirle a un vegano que quieres ir a comer asado— odio su tono, pongo los ojos en blanco.

—Solo salgamos, ¿Quieres? —suspiro— Mi padre quiere tener una hija normal, te veo en la pizzería entonces.

—Ah, ¿El señor Winter sigue sin entender que tiene un extraño homunculo asocial como hija? Vale, nos vemos allá.

—¿Homun...—tranca la llamada. Justo cuando sabe que voy a reclamarle por su nuevo apodo. Bah, homunculo asocial, pamplinas.

Procedo simplemente a vestirme con un abrigo marrón sobre un jersey color crema, unos jeans ajustados negros y unos botines del mismo color, sin maquillaje y usando los dedos como peine, salgo de casa.

El frío me golpea y agradezco el abrigo, el cielo ya ha empezado a oscurecer más el ambiente, ya no es tan colorido, es casi gris, a lo lejos se puede ver cómo está lloviendo más allá de la ciudad, por la montaña y es un espectáculo digno de ver.

Algunos chicos pasan a mi lado en sus bicicletas y una que otra anciana saliendo a trotar, unos cuantos automóviles de los niños ricos del barrio de al lado o de uno que otro vecino que vuelve de trabajar, y al cruzar la calle me encuentro de frente con la plaza. La brisa hace que montones de hojas secas y otras que acababan de caer se paseen libres.

—Hola, señora Jhons—saludo a la anciana que barre su frente con esmero, ella me devuelve el saludo con una sonrisa.

—¡Hola, querida Winter! ¡Saludos a tu papá!

—Lo haré— le grito desde donde estoy.

Entonces un trueno parece romper el cielo y mi cuerpo se encoge ante la sorpresa, y rompe a llover. Genial, justo cuando decido salir. Me quito el abrigo y lo pongo sobre mi cabeza, salgo corriendo en medio de la plaza buscando el local de pizzas, la gente se espanta cuando llueve así que no queda nadie en las calles, todos refugiados en algún lugar.

La lluvia se hace tan fuerte y no puedo ver mucho más allá de mi, y la brisa salvaje tampoco ayuda, las gotas de lluvia que dan en mis mejillas frías parecen ser pequeñas piedritas, duele el roce. Veo el aviso en neon de la pizzería y me siento alviada, tener el trasero mojado no es agradable.

Está al cruzar la calle, y empiezo a correr, quiero llegar.

—¡Cuidado! —escucho un hombre a lo lejos.

Pero es demasiado tarde, primero escucho los frenos del auto quejarse antes de ya no saber nada más.

Atlas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora