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Capítulo Once

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Capítulo Once

Prótesis Dentales

Me alejé, pisando la rosa caída el suelo sin querer. ¿Que pretendía? ¿Que lo perdonara y lo dejara entrar a mi vida así de facil, de nuevo? No. No lo haría, tendría que ganarselas y si tanto quería algo, aunque sea solo sexo conmigo, le iba a costar. Nuestras miradas chocaron y suspiré, sus besos me mataban y su mirada intensa color pardo que me escudriñaba a ver qué debilidad conseguía me sacaba de quicio, él era un hombre hábil y sexy, dueño de una constructora y quien sabe que otros negocios más. No está acostumbrado a las mujeres se le nieguen, eso era justo lo que iba a hacer.

—No quiero que me toques más— le señalé con mi dedo índice, tuve que reunir un poco de fuerza, tal vez diciendole eso simplemente se aburriría de mi y ya, habría acabado todo— Gracias por tus atenciones, tu falsa caballerosidad y el dinero que gastaste en aquel club pero no soy como las otras chicas. No soy un puto juguete, permiso.

Empecé a caminar hacia la puerta, ya tenía lo que venía a buscar y ya me tenía que ir. Pero su voz alzada me detuvo: —Por lo menos llévate una de las rosas, como disculpas por lo que dije. O por lástima, no sería lindo dejarlas secar.

Tenía razón, era un ramo muy bonito. Las rosas eran rojas y muy vibrantes y olían maravilloso, no era mi flor favorita pero sería un desperdicio. Tomar una no me haría mal, así que eso hice. Ya estaba de nuevo por salir, sin decir palabra alguna, entonces empezó a sonar una voz tras la puerta acompañada de varios taconeos, más otra voz suplicante.

—¡Señora Danforth, espere! El señor Atlas dijo que no quería que le molestaran.

—¡Y un pepino!

Y abrió la puerta una mujer alta, de fácilmente metro setenta más unos zapatos de tacón rojo pasión, una falda de tubo negra y una camisa blanca suelta muy al estilo Carolina Herrera, más un bolso de mano con detalles dorados y su cabellera negra azabache larga hasta los senos, le calculé unos treintas, a lo mucho, su rostro estaba liso y no había arruga alguna ni en sus labios, sus ojos eran verdes como los de un gato y justo era esa mirada felina la que daba ese toque... Ese toque de perra adinerada. Detrás venía Regina, con una cara que no comprendía, ¿susto tal vez? Esa cara con la que decías, ups la cagué.

La mujer pasó a mí lado como si yo fuera un florero el cual era tan feo que debía ser quitado de allí o ignorado por completo.

—¿Puedo saber porque yo no tengo permitido verte? ¿Puedo saber porque te alejas de la única mujer que en verdad te quiere?

¿Ah? ¿Que carajo era esto?

Me concentré en Atlas y en como manejaba la escena, se había sentado en la mesa delante del gran ramo de rosas y había puesto sus manos a cada lado de sus caderas, miraba a la mujer con una mirada aburrida y divertida a la vez, una combinación rara pero que pude apreciar cuando me miró de reojo como había hecho rato antes en el ascensor. ¿Sería su esposa? ¿QUÉ?

Atlas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora