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Capítulo Dieciséis

Otro caballero oscuro.

Mientras que la lluvia se comía lentamente mi visión de por dónde íbamos, alejándonos de la ciudad al parecer, con tres escoltas y probablemente varios más en una camioneta igual a esta que nos estaba siguiendo desde que salimos, me sentía demasiado incómoda allí.

Bueno, la situación era incómoda. No, era un desastre.

La sensación de vacío en mi estómago en ese momento era indescriptible, como si un agujero negro se estuviera tragando toda mi tranquilidad, mi paz interior. Y si, ese agujero estaba haciendo bien su trabajo, las piernas me temblaban, la piel de mis brazos y de mi nuca estaba erizada por completo tal cual gatito asustado y el nudo en el estómago apretaba pidiendo clemencia.

Mi cabeza estaba dándole vueltas al asunto con demasiada frecuencia, toda mi cabeza taladraba el hecho de que había algo más oscuro en Atlas, más allá de su carácter volátil y su imponente presencia. Tenía miedo, pero de ese miedo que quieres ocultar y negar. De ese miedo en que el sabes que hay algo mal en algún lugar pero no quieres que lo esté.

Cómo cuando creías que habían monstruos debajo de tu cama, o como cuando la luz se iba y tenias la mala suerte de estar solo en casa. Ese tipo de miedo, uno muy leve, uno que podía aumentar y hacerte añicos o disminuir y hacerte ver que ese miedo era ridículo.

Al paso que íbamos y con la preocupación plasmada en el rostro de Bruno, creo que este miedo, este presentimiento de algo está verdaderamente mal y no lo sabes, estaba calando en mi y tratando de roer los huesos en mi pecho.

Era angustiante, aún más sabiendo –o creyendo, más bien– que podían estar espiandome y saber que mi padre podría ser una debilidad para mí y por conexión al propio Atlas. Bruno había dicho que era por los negocios de su hermano pero, ¿Entonces que pintaba él aquí?

Dudas, demasiadas dudas. Y aún peor, miedo por no poder responderlas. O tal vez miedo a las respuestas.

—¿Quieres, por lo menos, tratar de dejar de tiritar con los dientes? —la voz de Bruno, ronca y cansina, llenó el espacio trasero del auto, rompiendo el silencio. Yo me voltee a mirarlo, poniendo mi mejor cara de póker— Es tan molesto...

Y sin embargo parecía estar hablando consigo mismo. Tenía el cabello negro muy revuelto, ese aire de adulto joven desenfadado y rebelde le quedaba de mil maravillas, pero la preocupación, culpa o lo que fuera se lo estaba tragando y podías verlo en como la luz intermitente de los faroles se reflejaban en los bultos bajo sus inusuales ojos. Ni siquiera estaba mirándome, tenía la vista fija en la ventana, la mano izquierda sobre el asiento y con la derecha sostenía su cabeza, sus dedos entre el cabello lo jalaban un poco, tal vez en busca de relajación.

—Bruno... —la voz me salió áspera, y deseé beber un poco de agua.

—¿Que pasó con nuestro acuerdo? —ya no hablaba con desprecio, sonaba más bien cansado.

—Solo quería preguntarte cómo estabas —bufé, tomé la capucha de mi sudadera y me la puse, mi mirada fija en la ventana— Pero te puedes morir de diarrea.

Jamás se volteó a mirarme. Jamás hizo ningún otro sonido, solo ví con el rabillo de mi ojo como puso los dedos en su cara y apoyó la cabeza en el espaldar del asiento cerrando los ojos, el cabello azabache cayendo en su frente.

Supe que habíamos llegado cuando paramos en un lugar alejado de la civilización, frente a unos portones que se abrieron dándonos paso hacia una especie de finca. Estaba rodeada por paredes de vegetación, un camino de gravilla nos guiaba hacia dentro de aquel lugar y entre los árboles estaba una casa gigante de color blanco y piedra que estaba cerca de un lago, éste se extendía más allá de mi visión. Era todo como una revista de arquitectura, como ver un documental de la casa de alguna de las Kardashian.

Atlas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora