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El día fue tranquilo, por primera vez no me sentí como una infiltrada conspiradora a cada momento. Por fin pude actuar con cierta naturalidad, sin obsesionarme con controlarlo todo.

Si Evan Red o cualquiera de mis otros compañeros me hubiera visto habría puesto el grito en el cielo, pero un día era todo lo que pedía. Un solo día libre.

No consideraba que llevara excesivamente mal el caso, pero me temía que lo único que podíamos hacer era esperar a que alguna de las otras bandas hiciera algo que pudiera ser lo suficientemente grande como para arrestarlos a todos y poner fin a eso… durante un tiempo. Siempre que una banda se hundía, otra crecía rápidamente en su lugar.

Por la tarde me senté tranquilamente con Nessie en el verde patio y ambas hablamos, reímos y bebimos (un poco) hasta que comenzó a anochecer.

En cuanto Nessie se había enterado de que ese día era mi cumpleaños, se había vuelto loca e incluso había llegado a enfadarse durante un momento por no haberla avisado antes para que pudiera comprarme un regalo. Yo le pedí discreción y, finalmente, lo entendió y prometió no decir nada.

Por mi parte, cada día que pasaba en la guarida entendía menos por qué Kevin había decidido traicionar a su banda.
Quitando que fueran mafiosos, traficantes y delincuentes, en su mayoría, la guarida de los Tigres de L.A. parecía una casa de familia normal. Con mucha más gente de la habitual, pero con relaciones entre ellos, al igual que en cualquier otra parte.

—No hay nada mejor que el anochecer de California —comentó Nessie, mirando hacia el horizonte y viendo el cielo oscurecerse.

—El amanecer en California es aún mejor. Aunque para verlo hay que haber pasado la noche en vela… —la voz de Kevin me puso la piel de gallina de pronto. Estaba a mi espalda.

Tragué de golpe el sorbo de champán que tenía en la boca. Nessie había abierto la botella en mi honor.

Por fin Kevin se plantó delante de nosotras. Llevaba una ligera chaqueta de cuero sobre la ajustada camiseta negra, no hacía frío, pero había que reconocer que le daba un aspecto muy atractivo. Parecía el típico motero malo que salía en los anuncios de Jack Daniel’s… bueno, de hecho lo era.

—¿Champán, Keke? —ofreció Nessie.

No pude evitar reírme por lo bajo al escuchar ese nombre cariñoso, y ambos me miraron como si para ellos eso fuera lo más normal del mundo. Pude imaginármelos siendo niños y corriendo por ese mismo patio mientras Nessie gritaba con voz infantil: “¡Ven aquí, Keke!”

Al final, él declinó la oferta alzando la mano.

—No, gracias. Nos vamos ya —dijo.

—¿Nos? —pregunté.

—Sí, Lana. ¿Qué clase de novio sería si no te llevara a cenar el día de tu cumpleaños?

Me quedé sin habla. ¿Lo estaba diciendo en serio? Tuve que girarme y mirar a Nessie, para comprobar si era una broma, pero ella también se encontraba algo sorprendida.

Al final no supe qué más hacer, por lo que dejé la copa sobre la pequeña mesita de exterior y me levanté.

—¿Lo llevas todo? —me preguntó Kevin.

Asentí con la cabeza y me limité a seguirle, despidiéndome de Nessie con la mano.

—Sé un buen tigre, Kevin —nos gritó Nessie sin levantarse—, cuídala bien.

Kevin simplemente sonrió. En su rostro se reflejaba la rosada luz del cielo, proyectando bonitas sombras en su sonrisa.

¿Cuándo me había vuelto yo tan cursi? No, más que cursi, parecía haberme vuelto tonta de un momento a otro.

De pronto se detuvo, me miró un segundo y, sin mediar palabra, acarició suavemente la oscura trenza que llevaba en el cabello. Me tensé completamente, pero no hice nada para evitar su contacto.

¿Por qué hacía eso? ¿Podría ser que Kevin se estuviera tomando demasiado en serio que fuera su “novia”?

Mis dudas quedaron despejadas cuando observé que, apenas a unos metros a nuestra derecha, varios de los miembros del Club nos observaban con gran curiosidad.

Eliminé las anteriores ideas de mi mente. Él sólo estaba disimulando.

Caminando a su lado, ambos llegamos hasta la moto negra de Kevin.

—¿No sería mejor ir en la camioneta? —dije, esperando que mi propuesta fuera tenida en cuenta.

—Hay cosas que sólo se pueden disfrutar yendo en una moto. Para algo vivimos en California.

Fruncí el ceño, resignada, y Kevin me dio el único casco negro que tenía.

—Deberías llevar casco también —le advertí.

Kevin soltó una carcajada.

—En caso de que nos pare la policía imagino que tendremos ventaja, ¿no? ¡Estamos en medio de una misión importante!

Yo bufé. Se comportaba como un chiquillo.

—Pero, como imaginarás, en caso de que tengamos un accidente no habrá ventajas que valgan.

Fui consciente de que mi tono era de sabihonda, de controladora, y de inmediato pensé: ¡Lana, es tu cumpleaños!

Así que, como movida por un resorte, me puse el casco y esperé a que Kevin subiera en la moto para montarme detrás de él.
Coloqué mis manos en sus hombros mientras arrancaba.

—Será mejor que me abraces bien, cuanto más fuerte mejor —dijo con una sonrisa demasiado atractiva.

Sentí cómo me sonrojaba, pero preferí callarme y obedecer. Bajo mis brazos sentía sus fuertes músculos en los abdominales. Volví a recordar cuánto tiempo llevaba sin estar con un hombre y no pude evitar compadecerme de mí misma.

A los pocos segundos volvió a acompañarme una sensación ya casi olvidada; vértigo y el aire removiendo mi cabello incluso por debajo del casco.

Me apreté aún más fuerte a Kevin cuando éste aceleró aún más, quizás sólo para asustarme un poco. El cuero de su chaqueta estaba caliente, pegado a mi mejilla.

—Te voy a llevar a comer el mejor plato de toda América —me dijo.

—¿Va en serio lo de llevarme a cenar? —me obligué a asegurarme.

El rió por encima del motor de la Harley.

—Por supuesto, ¡soy un caballero!

Y casi una hora después, cuando ya era completamente de noche, llegamos a un puesto de hamburguesas ambulante colocado en mitad de la nada, en un pequeño llano, a unos metros de la carretera. Curiosamente, unas veinte o treinta personas se encontraban por allí, comiendo hamburguesas y patatas, sentados en los capós de sus coches, bajo un árbol o incluso en el mismo suelo.

—Nunca has probado nada como esas hamburguesas —dijo Kevin, aparcando la moto cerca del puestecito.

No me hizo falta más que mirarlo, estaba realmente convencida de que tenía razón.

Yo era Lana Silday, policía de (ahora) veintiún años. Mis padres eran de Washington y en ese momento me encontraba llevando a cabo una misión en California. Me gustaban las hamburguesas, los refrescos y el fútbol americano. Disfrutaba de los buenos libros y me volvía loca escuchando “All summer long”. Me enamoraban los hombres rubios, fuertes y con ojos azules.

Y, recordando la cena con Evan Red, tenía muy claro que un chico no necesitaba invitarme a una cena de sesenta dólares para hacerme feliz.

Peligro (#1 Trilogía MC)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora