Capítulo Cinco: Una verdad inconcebible

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Capítulo Cinco: Una verdad inconcebible

Mi hermana y yo estamos en el salón, a la espera de la vuelta de mis padres. La noticia nos ha pillado desprevenidos a todos. Ellos llamaron a mi hermana para decirle que iban a casa de los Applewhite; habían regresado a casa. 

Cuando mi hermana me lo contó me quedé estupefacta. No sé qué esperaba que ocurriese, pero desde luego que apareciesen en su casa no estaba entre mis ideas. Hana, aprovechando que los sábados solo trabaja por la tarde, se quedó conmigo a esperar a que mis padres regresaran con novedades, a esperar una aclaración. Así que aquí nos encontramos, sentadas en el sofá, con las noticias de las mañanas en el televisor frente a nosotras por si dicen algo al respecto.

Mi hermana apenas me ha dicho nada, tiene la mirada fija en la televisión. Ocupa toda la pared en la que está acoplada, y funciona con un mando táctil de una forma ergonómica para la mano. Aunque todo eso da igual si apenas se me permite verla, solo puedo ver las noticias (que no suelen ser muchas y casi nunca malas), algún canal de documentales sobre animales y el paisaje y, cuando era pequeña, canales de dibujos animados adaptados de forma que no influya negativamente en la actitud de los niños, que luego pueda derivar en problemas más serios. En esto pensaba cuando, de pronto, mi hermana salta sin más:

―Anoche te escuché levantarte de la cama.

Mi mundo se viene abajo y se me forma un nudo en el estómago.

―¿Qué? ―pregunto.

―En realidad te escuché cuando volvías a acostarte. ¿Qué hacías levantada a esas horas, Jenna?

Lo sabía, a mi hermana no se le escapa una y desde luego mi excursión de anoche no iba a ser una excepción. Mi mente trabaja a toda velocidad tratando de inventar una excusa rápida y creíble.

―Me levanté a beber agua. Tenía la garganta seca―puntualizo.

Como me pasó la noche en la que ella andaba sonámbula. Perfectamente normal. Me mira a los ojos con tanta intensidad que estoy a punto de confesárselo todo con tal de que deje de mirarme, pero aguanto su mirada todo lo que puedo hasta que, sin inmutarse, sin ningún tipo de expresión en el rostro, me dice en voz baja:

―No te creo.

Tres palabras suficientes para hacer que mi corazón se acelere, lo siento prácticamente en la garganta. Espero que Nina, que no sé dónde está, no escuche esta conversación o me habré metido en un verdadero lío. Trato de sonar lo más convincente que me permite mi voz temblorosa.

―Pues es la verdad.

Se acerca peligrosamente a mí y me dice vehementemente:

―No me mientas, Jenna. Soy tu hermana, y sé perfectamente que me estás ocultando algo.

Ahora sí que no sé qué responderla. Me quedo inmóvil en el sofá, mirándola a esos ojos del color del acero e igual de duros. Entonces la puerta principal se abre y dice antes de correr hacia ella:

―Lo averiguaré, tenlo claro.

Y un escalofrío me recorre la espalda.

Mis padres entran en casa y cuelgan los abrigos en el perchero.

―¿Qué ha…? ―comienza a preguntar mi hermana, pero no termina la frase, ambas vemos la expresión melancólica en el rostro de mi madre y sus ojos ligeramente rojos.

Mi padre le pasa un brazo sobre los hombros y habla:

―Están todos bien… ―Sé que le está costando hablar, que está buscando las palabras adecuadas para decir la noticia que tiene que darnos.― menos sus dos hijos menores. Han… ―Traga saliva.― han muerto.

Los monstruos del mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora