IX

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IX

Pese a que en el aeropuerto ya habíamos tenido una recepción sonada, las calles que llevaban a palacio estaban flanqueadas de masas de gente que nos hacían llegar sus buenos deseos. La lástima era que no nos dejaban bajar las ventanillas para responderles. El guardia del asiento delantero nos dijo que pensáramos que éramos una extensión de la familia real. Muchos nos adoraban, pero había gente ahí afuera a quien no le importaría atacarnos para hacerle daño al príncipe. O a la propia monarquía.

En el coche, un modelo especial que tenía dos asientos enfrentados en la parte trasera y ventanillas oscuras, me encontré junto a Celeste, y teníamos a Ashley y Marlee enfrente. Marlee estaba pletórica, mirando a través de la ventanilla, y el motivo era evidente. Su nombre figuraba en muchos de los carteles. Era imposible contar la cantidad de admiradores que tenía.

El nombre de Ashley también se veía aquí y allá, casi tanto como el de Celeste, y mucho más que el mío. Ashley, siempre elegante, se tomó muy bien no ser la favorita. Celeste —era obvio— estaba molesta.

—¿Qué crees que habrá hecho? —me susurró al oído, mientras Marlee y Ashley hablaban entre sí de su casa.

—¿Qué quieres decir? —susurré.

—Para ser tan popular. ¿Crees que habrá sobornado a alguien? —dijo, mirando fríamente a Marlee, como si estuviera sopesando a su rival.

—Es una Cuatro —respondí, escéptica—. No tendría los medios necesarios para sobornar a nadie.

Celeste chasqueó la lengua.

—Por favor. Una chica tiene más de un modo de pagar por lo que desea —dijo, y se puso a mirar de nuevo por el cristal.

—El hecho que tú consigas cosas así desde siempre, no significa que el resto también lo haga.

Celeste siempre hacia eso, cero lo peor del resto. Y no me gustaba nada, y era más allá de Celeste. No porque fuera evidente que a alguien tan inocente como Marlee nunca se le ocurriría irse a la cama con alguien —o siquiera infringir la ley— para conseguir ventaja, sino porque cada vez tenía más claro que la vida en palacio podía llegar a ser una lucha despiadada.

Desde mi posición no pude ver muy bien la llegada al palacio, pero sí vi los muros. Estaban cubiertos de yeso amarillo pálido y eran muy muy altos. Había guardias apostados en lo alto, a ambos lados de la gran puerta que se abrió al acercarnos. Tras cruzarla, nos encontramos en un largo camino de grava que rodeaba una fuente y que llevaba a la puerta principal, donde nos esperaba un grupo de funcionarios.

Con apenas un «hola», dos mujeres me cogieron de los brazos y me hicieron entrar.

—Lamentamos mucho apremiarla, señorita, pero su grupo llega tarde —dijo una.

—Vaya, me temo que es culpa mía. Me puse a hablar un poco en el aeropuerto.

—¿A hablar con la multitud? —preguntó la otra, sorprendida.

Intercambiaron una mirada que no entendí y a continuación procedieron a anunciar las estancias por las que íbamos pasando.

El comedor estaba a la derecha, me dijeron; el Gran Salón, a la izquierda. A través de las puertas de vidrio pude entrever unos enormes jardines. Me habría gustado parar, pero, antes incluso de poder procesar dónde nos encontrábamos, me empujaron a una enorme sala llena de gente muy ajetreada.

La multitud nos hizo espacio y vi una fila de espejos con gente que trabajaba en el peinado de las chicas y les pintaba las uñas. Había unos colgadores llenos de ropa, y se oían gritos como «¡Ya he encontrado el tinte!» o «¡Eso la hace gorda!».

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