el invierno tardará mucho en llegar

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En cuanto la luz cambió a un tono anaranjado, más cálido y a la vez más frío, porque esa noche habría brisa, Lyra sintió la necesidad de cantar. Pero no solo de cantar, sino de ser escuchada, así que no tardó en coger una fina chaqueta de su armario y salir corriendo sin despedirse de Mery, quien ya ni siquiera levantaba la cabeza para preguntar qué extraña idea se le había ocurrido esa vez. Bajó corriendo las escaleras de madera, esquivando con gracia a las personas con las que se cruzaba. Personas, que a juzgar por su mirada, nunca habían tenido la urgencia de cantar.

Caminó por pasillos dormidos y salas saltarinas hasta llegar a las verjas de metal y diseños florales que separaban la escuela de la ciudad, y se apresuró a adentrarse en las calles de piedra y casas de colores. Corrió como si llegase tarde a ver el amanecer por calles estrechas y vacías, pero sabía que no había nada hueco, así que no dejaba de mirar a sus espaldas de vez en cuando. También recorrió calles más anchas y habitadas por donde algunos la miraban como si fuese la encarnación de la juventud y la felicidad y otros como si solo fuese una niña excéntrica y sin modales que deambulaba sin rumbo. Y le alegró saber que jamás dejaría de ser ninguna de las dos.

Corrió y corrió por la orilla de los canales de agua cristalina que reflejaban el color anaranjado del atardecer, y entonces se fijó en su chaqueta, naranja a más no poder, y supo que Mery hubiese entrado en un estado de pánico, porque resultaba que el naranja chillón y el azul río no combinaban del todo bien. Pero Lyra no pudo evitar pensar que podía incluso llegar a tener cierto parecido con el contraste que había pintado en el cielo en esos momentos.

Y cuando el atardecer venció al sol, la chica de colores chillones y prisa en sus pasos llegó a su lugar favorito para ser escuchada. Se trataba de una pequeña plaza con un par de restaurantes y cafeterías en cuyas terrazas siempre había gente dispuesta a escuchar. Un lugar público, pero al mismo tiempo casi hermético, porque solo era accesible por dos pequeños pasillos, ya que la plaza estaba mayormente rodeada por casas estrechas de distintos colores y personalidades.

Alguna vez había pensado en pintar la plaza, pero no tardó en descartar la idea, porque sabía que no podría haber hecho justicia al sentimiento que se encendía en ella al cantar allí, tal vez porque no estuviese realmente justificado y solo fuesen paranoias suyas. Ante todo, no dejaba de ser una simple placita con un par de terrazas, pero ella se sentía viva allí. Aunque Lyra era capaz de hallar vida incluso en los lugares más oscuros.

Algunos de sus oídos habituales la saludaron con entusiasmo y no tardaron en girar sus sillas hacia su lugar habitual para cantar. Leo, un camarero de uno de los restaurantes guardaba para ella una pequeña caja de madera para que pudiese subirse en ella. Porque necesitaba unos pocos centímetros más de altura para llegar a las notas más altas.

Lyra lo había conocido el día que había decidido que esa sería su plaza de conciertos, tras haber cantado allí tres atardeceres y dos mediodía, porque esas cosas no se deciden al azar. Había invertido meses cantando en distintos lugares cargando con su pequeña cajita de madera, algunos en los que había sido bien recibida y otros no tanto, algunos en los que la luz le iluminaba el rostro y otros un poco más oscuros, pero ese tercer atardecer había decidido que esa placita escondida y colorida sería su sala de conciertos, y ese día había conocido a Leo, quien había quedado prendado de ella el primer atardecer que la había escuchado cantar. Llevaba pensando, desde el segundo día que la había visto, alguna excusa para hablar con ella y por muchas vueltas que le diese al tema, no era capaz de idear algo coherente. Pero ese atardecer, al verla cargar con la cajita de madera, se había apresurado sonrojado y casi sin pensarlo, a ofrecer guardarle la caja.

-Si quieres puedo guardarte la caja, para que no tengas que cargar con ella- dijo medio tartamudeando y pasándose la mano por su pelo rubio casi hasta haberlo desgastado.

Aquello sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora