¿con cuantos añitos me voy a casar?

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No tardaron en llegar a lo que dedujo ser un orfanato, y una especie de temblor recorrió todo su cuerpo. Había varios en esa parte de la ciudad donde las pinturas de las casas perdían cierto color y el olor cambiaba de perfume a algo indescifrable. Pero no por ello olía menos a felicidad. A falta de un sistema burocrático para mantener a los niños huérfanos, algunos adinerados de la parte alta de la ciudad donaban grandes sumas de dinero a orfanatos y otros actos sociales, porque no hay forma más sencilla de sentirse bien consigo mismo.

Lyra no reconoció la casa de ladrillos rojos desgastados donde se escuchaban desde fuera las risas de los niños y no tardó en olvidarse del escalofrío y recuperar su sonrisa habitual.

-Las artistas primero- dijo Yur cediéndole el paso, pero a Lyra no le pareció un buen criterio para decidir quién entra antes en una habitación, porque los buenos artistas no tienen prisa y encuentran belleza incluso en los marcos de las puertas, y para observarlos bien, era necesario ceder el paso a otros.

Pero ese día, cargando una caja misteriosa a un orfanato perdido en las calles de la ciudad olvidada y acompañada por el chico de las desgracias, que parecía no ser capaz de ocultar una pequeña sonrisa, sentía demasiada intriga como para ceder el paso a otro.

Los niños no tardaron en arremolinarse a su alrededor en el recibidor de suelos de azulejos rotos de tablero de ajedrez y las paredes de papel blanco crema rasgado. Los miraron de reojo, en un primer momento, escondidos unos detrás de otros detrás de las puertas de pintura azul, pero Lyra inspiraba ternura y los niños no tardaron en acercarse, atraídos por su sonrisa y el misterio de la caja que llevaba en las manos. Las dos mujeres que cuidaban de ellos intentaban evitar que los molestasen con sus saltos y gritos, pero no sabían que esa era la razón por la que se encontraban allí.

Fueron más cautos alrededor de Yur, porque aunque no supiesen quién era, había algo en su miraba que helaba y a la mayor parte del mundo no le gustaba el invierno. Y mucho menos en esa parte de la ciudad donde los desastres que causaba el invierno no dejaban tiempo para apreciar el color blanco de la nieve.

-¿Qué hay dentro?- le preguntaron a Lyra muchas voces de niños al mismo tiempo.

-Yo no se que hay, tendréis que preguntárselo a Yur- acabaron por acercarse también a él al descubrir que la chica de la sonrisa amable no sabía que había en las cajas y que solo lo descubrirían preguntándoselo a él. Y así la intriga venció a la incertidumbre, el comienzo de toda historia de terror jamás contada.

-¿Qué hay en las cajas?- acabó preguntándole a Yur una niña de rostro inocente y mirada valiente por encima de las demás voces.

-¿Por qué no lo descubres tu misma?- Yur dejó la caja en el suelo y la niña caminó con cautela hasta llegar a ella y abrirla mientras se le iluminaba el rostro.

-¡Juguetes!- los demás no tardaron en correr hasta las dos cajas llenas de toda clase de artefactos coloridos y divertidos en cuanto el peligro ya hubo desaparecido. Gracias a la niña de mirada valiente que se había atrevido a preguntar. Salieron disparados hacia el jardín que había en la parte trasera de la casa, llevándose consigo los objetos de colores que nunca habían visto antes con sonrisas verdaderas pintadas en el rostro.

-Hay más- le dijo a Lyra en un susurro, como si se tratase de un secreto. No tardaron en salir al jardín, cargando con unas cuantas cajas más en las manos y más misterios por regalar a esos niños que se lo merecían todo.

Esa vez, las cajas contenían pasteles, pastas y dulces de todos los sabores y los niños hicieron cola ordenadamente para elegir su merienda. Porque existía orden en las tentaciones. Las dos cuidadoras les recordaron que debían darles las gracias y todos cumplieron cántico de agradecimientos.

Ante la mirada de esas dos mujeres cuya alma se posaba más en los niños que en ellas, algo se rompió dentro de Lyra, o tal vez simplemente se arregló, al comprender que existían sitios buenos en el mundo.

Se pasó la mañana entera jugando con los niños al escondite y al un dos tres pajarito burgués, divirtiéndose casi más que ellos, porque su alma de niña estaba todavía sin gastar y le quedaban aún muchos sueños de la infancia por cumplir. Acabó bailando descalza en el jardín mientras los niños intentaban imitar sus movimientos de bailarina. Y en la mente de esos niños nunca dejaría de ser Lyra la bailarina, aunque no lo fuese.

Las niñas empezaron a cantar canciones pegadizas mientras saltaban a la cuerda, haciendo preguntas proféticas a un trozo de cuerda, y ninguna de ellas sabía que las cuerdas viejas eran tan clarividentes como las bolas de cristal.

Papa, mama ¿Con cuantos añitos me voy a casar?

Soy pequeña, y no lo se

Uno

Dos

Tres

...

Lyra las miraba, observando los movimientos de la cuerda que se adelantaba un año con cada salto y las niñas lo anunciaban en coro. Todas parecían felices y completas mientras recibían respuestas a futuras preguntas, menos la niña que había saltado cincuenta y siete veces, claro. Porque saber la respuesta a algunas cosas podía no ser tan divertido como sonaba.

-¡Lyra ahora tu!- decidieron las niñas al unisono, pero ella no quería saber con cuantos añitos se casaría, así que siguió jugando a otros juegos menos premonitorios.

Yur se quedó apoyado contra la pared del patio mientras la miraba moverse más que los niños y se preguntaba qué estaba haciendo allí. Pero cuando ella le miraba de reojo con algo parecido al agradecimiento en el rostro, no era capaz de encontrar una razón para no estar allí.

Pero sabía que aquello no era más que una ilusión y que debía volver a su negocio de las lágrimas y las desgracias, donde las sonrisas de los niños no tenían lugar. Y él era eso y poco más y la fachada amistosa que había puesto con aquella chica terminaría del mismo modo del que había empezado, con una canción.

-¿Quieres jugar?- le preguntó de la nada la niña rubia que había hablado antes.

-Yo solo juego a juegos de muerte y desgracia ¿Te apetece jugar?- respondió con algo oscuro y permanente en la mirada y la niña no tardó en salir corriendo, porque ese era la segunda parte de las historias de terror. Intentar huir del peligro en que te habías metido por olvidar la incertidumbre que deberías haber mantenido.

Dentro de las paredes de esa casa olvidada había algo parecido a la suerte, y la historia de terror no encontraría un final. Al menos por el momento, porque ese día el monstruo de debajo de la cama quería algo de la chica que encontraba un valor especial en las sonrisas y se temía que no iba a conseguirlo si la asustaba. Poco sabía él que se había pasado demasiados años debajo de la cama como para temer a los monstruos que la habitaban.

-He contado al menos treinta y siete sonrisas de verdad- dijo Yur una vez se habían despedido de todos los niños y habían entrado en el coche. Lyra no parecía tener ningún problema con aquellos artefactos ni con el hecho de dejarse llevar, y no tardó el relajarse en su asiento, mirando como pasaban las casas. Ni siquiera él podía interferir en su tranquilidad, pocas cosas lo hacían.

-¿A sí? Yo he contado solo treinta y seis- lo miró después de haber hecho un recuento mental y sorprendida de poder haberse olvidado de alguna sonrisa.

-Ya, pero no has contado la tuya- respondió, casi como si estuviese acostumbrado a contarlas.

-Supongo que entonces te debo treinta y siete canciones- no tardó en ceder ante su argumento, porque su sonrisa contaba como cualquier otra y debía pagarla con el mismo precio. Pensó, de inmediato, en su príncipe azul, que había rechazado su forma de pago porque las canciones no tenían ningún valor.

Pasaron el resto del trayecto en silencio, porque las chicas que pintaban atardeceres y cantaban en plazas escondidas y los chicos que vendían desgracias no tenían nada de lo que hablar salvo, tal vez, ese extraño pacto que tenían entre ambos.

Aquello sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora