injusticias

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Lyra acabó por levantarse para ir a trabajar aunque intentaran convencerla de lo contrario, porque ante las desgracias ajenas, el mundo seguía su curso. Servía mesas en una pequeña cafetería los findes de semana y algunas tardes para pagarse los gastos extra que no cubrían su beca escolar, la cual cubría casi todo.

Trabajaba para pagarse sus gastos y porque había que trabajar, porque para que el mundo funcionase hacían falta trabajadores y Lyra contribuía en lo posible. Servía mesas, hervía agua para el té y fregaba tazas de porcelana en una pequeña cafetería con vistas a los canales donde las señoras la llamaban "jovencita", le pedían, con mucha formalidad, más pastas y le hacían muchas preguntas personales.

Intentando olvidarse de su resaca, se puso su delantal rosa y su mejor sonrisa y ofreció más pastas a las señoras que hablaban de gatos y otras cosas de señoras mayores.

-¿Ya te has echado novio?- le preguntaba siempre una de las señoras bien vestidas que se pasaban la tarde atiborrándose de pastel de chocolate.

-No, todavía no- respondía ella mientras les servía más té.

-Deberías, los hombres te arreglan la vida.

-Tonterías- intervenía otra señora igual de bien vestida- los hombres no hacen más que estorbar- y después discutían olvidándose de ella, pero, claro, cada semana cada una defendía una cosa distinta, por lo que Lyra no sabía qué pensar sobre los matrimonios y las conversaciones de señoras mayores.

Quién hubiese pensado, que esa mañana sin magia quedaría algún hombre lo suficientemente despierto como para cargar con un revólver entre sus dedos temblorosos y entrar a robar en una cafetería llena de señoras atiborrándose de pastel.

-¡Darme todo el dinero!- ordenó el hombre de la cara oculta en una máscara de lana negra mientras Lyra fregaba la vajilla de porcelana, pero ella no necesitaba verle la cara para saber quién era. No tanto quién, sino qué. Un fallo del sistema.

No lo había visto venir, pero tampoco se sobresaltó, porque si no lo había sentido significaba que no se trataba de un acontecimiento importante en su vida y sentía el cuerpo demasiado pesado como para asustarse.

Las señoras, que no por su avanzada edad habían empezado a temer menos a la muerte, sino más, se agarraban el corazón como si fuese a dejar de latir en cualquier momento y pudieran mantenerlo palpitando solo con su cabezonería a agarrarse a la vida. Como gotas de agua que quieren seguir cayendo eternamente sin estrellarse. Lyra vió algo parecido al arrepentimiento en la mayoría de sus miradas, pero ninguna intención de remediarlo, sustituyendo la necesidad de buscar pendón por miedo a pagar sus pecados.

El hombre no parecía en una situación muy diferente al de las señoras, había miedo y arrepentimiento en su mirada, pero también había algo más, odio. Un odio mal enfocado y descontrolado, sin ningún sentido ni proposito, pero estaba allí.

Y por muy diferente que fuese Sirentre, oculto entre el olor a felicidad, había descontento. Había resentimiento y odio en cualquier parte del mundo y a veces este se transformaba en un propósito, y un propósito en una revolución. Y las revoluciones eran completamente necesarias porque incluso Lyra, que creía en el poder de los sentimientos y las palabras, sabía que los cambios no se llevaban a cabo con paz.

En ese caso, el descontento de ese hombre se había convertido en un atraco a una tienda llena de señoras arrepentidas, pero sin ninguna intención de remediarlo. Y no por ello dejaba de ser una pequeña revolución.

Lyra no se movió, y dejó que todo siguiese su curso mientras el hombre enmascarado apuntaba con su pistola a las señoras mientras exigía que le entregasen sus joyas y sus bolsos.

Mientras iban depositando de una en una sus collares de perlas rosas y azules y sus pendientes de oro y diamantes (algunos más falsos que otros) en la bolsa de tela del señor que no había dejado de temblar, una señora osó pedir auxilio ¿Pero a quien pedía ayuda la señora? En Sirentre no había ninguna armada o cuerpo de policía para mantener las calles seguras y desde luego, ningún dios al que rezar.

La ciudad había pertenecio a tantos paises e imperios, que bien habían caído, o la habían desterrado que las lenguas y las religiones se habían empezado a mezclar entre si. Circulaban tantas creencias que la idea de que una sola fuese cierta llegaba a parecer absurda y la mayoría, ante tantas religiones sin explicación, había preferido centrarse en la única fuerza que parecía tener sentido; el dinero. Lyra, por el contararío, creía en todo. Desde las religiones con dioses divinos y todopoderosos de doctrinas asfixiantes a aquellas que enseñaban el valor de las buenas acciones y el balance. Creía en los cuentos de hadas y las historias de terror como si fuesen hechos científicos, porque era mejor creer en todo que vivir en la ignorancia, y descubrir, algún día, que todo era verdad. Tampoco necesitaba pruebas para todo, la magia no se podía ver, y no por ello era menos cierto que se movía por el aire a sus anchas y si resultaba que la mayoría de sus creencias eran mentira, algo que no existía no podría hacerle ningún daño.

Por desgracia, la nada era lo que más asustaba a Lyra y llenar el hueco con lo que tal vez fuesen solo fantasías era mejor que quedarse a oscuras.

En cuanto a la policía, no había nadie dispuesto a enfrentarse a los peligros que escondía la ciudad. En los demás lugares del mundo había organizaciones militares cuyo objetivo era mantener el orden (esto no significaba siempre proteger al débil y no tenía nada que ver con la justicia), pero ellos solo debían enfrentarse a peligros comunes, no a sombras.

Pero como el caos solo era beneficioso hasta un punto y era del interés de muchos mantener un orden, las compañías habían tomado el control de la seguridad

Mientras Lyra seguía lavando los platos sin ser molestada por ninguna pequeña revolución que gritaba fracaso, entraron dos hombres con bandas doradas en los brazos. Hijos de las sonrisas. No tardaron en inmovilizar al atracador, que había empezado a llorar y a pedir clemencia mientras enumeraba entre sollozos todas las desgracias que le habían sucedido a lo largo de la vida.

Si todo el mundo empezaba a enumerar sus desgracias, las calles acabarían desbordadas por el pesimismo y Lyra solo podía pensar en una persona que saldría beneficiada de aquello. Siempre había alguien que salía beneficiado de cualquier situación.

Las desgracias había que guardarlas y convertirlas en algo útil.

Una de aquellas señoras arrepentidas debía ser lo suficientemente rica como para pagar a una de las compañías más poderosas por protección y, efectivamente, como por arte de magia, habían aparecido dos guardaespaldas dispuestos a cumplir el contrato.

A falta de un cuerpo de policía, las compañías de la ciudad habían emprendido el negocio de la seguridad, muchas veces protegiendo a sus clientes de sí mismos. Las compañías eran las únicas capaces de ofrecer cierta protección ante los peligros de la noche, porque ellas mismas trataban con cosas que sobrepasaban lo natural.

-¡Más pastel!- ordenó una de las señoras en cuanto los dos hombres se llevaron al atracador que no paraba de enumerar desgracias.

Qué injusto era como funcionaba el mundo.

Aquello sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora