_ Provocadora...
¡Sos muy provocadora!
Lo soltaste así, de repente, y sólo atiné
a mirarte sonriente
_ No sé por qué decís éso, susurré acercándome
_ ¿A no?
Y me miraste con los párpados casi cerrados
_ No.
_ Tal vez sea que yo te veo así _ dijiste como pensando.
Sí. Soy yo. No es tu desafiante forma de caminar, ni tu sonrisa abierta y franca que repartes a todo el mundo. Tampoco es tu mirada, porque sólo echa fuego e invita a seguirte.
Seguramente soy sólo yo que te veo así...
Porque ¿quién querría mirar ese escote que muestras tan inocentemente?
¿A quién se le ocurriría mirarte cuando caminas por la calle con paso firme y pantalones ajustados?
¡Estoy equivocado!
Nadie debe querer meter sus manos entre tus rulos alborotados, ésos que jamás recoges, pues cuanto más alborotados, más te gustan.
¡Estoy loco!
¡No eres provocadora para nada!
Y a medida que decías ésto, tus manos me atrapaban y recorrían, junto con tus labios, cada cosa que ibas nombrando: mis ojos, mis labios, mi escote, mi cuerpo...
Yo sólo te dejaba hacer mientras me movía al ritmo de esa canción que ya no recuerdo cuál era.
Mis ojos cerrados, mi piel sintiéndote...
Pero tus caricias se volvieron más atrevidas y tus manos más osadas.
Sólo atiné a levantar mis brazos para ayudarte y sentí tu risa ronca en mi oído.
La lluvia caía y nos aisló del mundo.
Una tormenta eléctrica recorrió nuestros cuerpos y hubo relámpagos y rayos y truenos en nuestro interior.
Y como si el techo se hubiera abierto de par en par, terminamos mojados por una lluvia cálida y fuerte que nos hizo dormir abrazados, después de la mejor tempestad a la que nos enfrentamos.
Antes de dormirte volviste a susurrarme:
_ ¡Sos muy provocadora! ¡Y me encanta que lo seas!
Ronroneé apenas, satisfecha, y me dormí en tus brazos.