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El 7 de enero amanecí en Adeje.
Tenía una necesidad irrevocable de pedirme perdón. De ir allí, reconciliarme con todo lo que había pasado y aceptar así todo lo que estaba por venir.
Por eso, lo primero que hice cuando llegué fui ir a visitar a mamá. Le llevé sus flores favoritas, lavandas y amapolas, y hablé con ella.
Le pedí perdón por haberla culpado de su propia marcha, y comprendí que la culpa no la tenía ella, sino el cáncer. Aquella enfermedad tan maligna que les toca a aquellos que no se la merecen, porque nadie se la merece. Y mamá tampoco. Así que le dije que no tenía la culpa, y me dije a mi mismo que yo tampoco la tenía. Le hablé de Nerea, de lo pequeñita que era, de lo mucho que me cuidaba, de que ahora era mi familia. Sentí como me preguntaba por Glenda, y me prometí a mi mismo llamarla, porque ella también fue hogar en su día y porque quería que volviera a serlo. Le hablé de música y me tomé aquel tiempo que había tomado de Adeje como la excusa perfecta para componer, porque componer significaba conocerme y conocerme significaba quererme, o al menos así lo sentía. Le hablé del colegio en el que trabajaba, de las clases con Emma y le hablé de Raoul. Le hablé de sus miedos, de sus besos, de sus lunares, de su voz, del piano blanco, de nuestra pelea más reciente y del trato que habíamos planteado. Yo vendría y solucionaría todo lo que tuviera que solucionar, sin prisas, y él me esperaba. Porque me prometió que me esperaría y luego me hizo el amor, así que supe que era cierto, que Raoul me esperaría.
Hablamos de mil cosas, porque, aunque solo hablaba yo, sabía que me estaba escuchando. Era como si la sintiera allí conmigo, susurrándome todo lo que necesitaba oír, y entonces la perdoné.
Y perdoné a la parte de Agoney que estaba enfadado con su madre por haberse marchado y dejarlo sólo, sólo y muerto de miedo.

Tuvieron que pasar diez días más para sentirme con las suficientes fuerzas como para llamar a Glenda. Durante aquellos días lo único que pude hacer fue ir a hablar con mamá, contarle lo que me preocupaba, lo que me inquietaba, y sabía que me escuchaba. Así que después de diez días mamá me susurró que era hora de llamar a Glenda.
-Hola Agoney- la voz de mi hermana sonó como la brisa del mar, mi corazón se estremeció, sintiendo la voz de alguien querido.
-Estoy en Adeje- no pensaba decirle hola, porque eso implicaba un adiós y yo no quería volver a perderla.
-Oh, me alegro de que hayas decidido tomar ese paso.
-Si- silencio.
-Yo también te he echado de menos Ago- y luego, calma. La voz de mi hermana sin duda era el mar.
-Podrías venir a verme Glen, Londres me ha robado a mi hermana- y yo solo lloraba, porque mi hermana era mar, pero yo era muy cielo.
-Si pequeño, si quieres verme allí iré, estoy aquí chiquito, siempre estoy aquí.
Desde que mamá enfermó y aquel hombre que puso el espermatozoide para crearnos nos abandonó Glenda tomó las riendas de todo. Cuidaba de mi y cuidaba de los demás. Y cuando se le planteó la posibilidad de cumplir sus sueños en Londres nos vimos con la obligación de apoyarla, porque Glenda se merecía ser feliz y cumplir sus sueños, no quedarse allí en Adeje cuidando de todos y olvidándose de ella. Y cuando mamá murió, yo me encerré. Dejé de responder a sus llamadas y cada vez se volvieron menos insistentes, hasta que desaparecieron. Ella no tenía la culpa, y entendí que yo tampoco. Simplemente era un chico que había perdido a su madre y como consecuencia se había perdido a él mismo.
Glenda y yo hablamos durante un largo rato. Me habló de Londres y yo le hablé de Barcelona, me habló de las personas que conocía, de su trabajo, y yo le hablé de Nerea, y de Mimi, y de música, y cuando hablé de música tuve que hablar de Raoul, porque Raoul era música.
La semana siguiente Glenda vendría a visitarme. Contento, me vestí y me dirigí a hablar con mamá y a contarle que Glenda vendría, y allí, hablando con ella y hablando conmigo, perdoné también a la parte de mí que se echaba en cara haber perdido a su hermana.
Cuando recogí a Glenda del aeropuerto nos abrazamos, nos abrazamos durante un largo rato y me sentí en casa, porque hogar no es dónde, es con quien, y Glenda siempre había sido hogar. Y allí, entre los brazos y los te quiero de mi hermana, descubrí que siempre lo sería. Daba igual si estaba en Londres o en Pekín, Glenda era hogar y lo seguiría siendo para siempre.
Estuvimos juntos una semana, fuimos a visitar a mamá, hablamos de todo, y visitamos el mar.
-No he ido a ver el mar en Barcelona, ni siquiera vine a verlo hasta hoy- Glenda me miraba, y yo miraba las olas romper contra la orilla, escuchaba el sonido del mar, y quería llorar.
-¿Por qué?
-Era inevitable no pensar en mamá viniendo al mar, ¿no crees?- ella asintió- Adoraba cuando veníamos a la playa los tres juntos, cuando no tenía que trabajar, y cuando no estaba en el hospital- lágrimas caían sin ningún control, pero tampoco quería frenarlas, necesitaba llorar, darme paz, pedirme perdón por no haber visitado antes el mar.
-Es normal que la eches de menos, yo también la echo de menos- me abrazó de costado y me acarició el brazo, así que me dejé a sus mimos, y me repetí una y otra vez que era normal echarla de menos.
-Ojalá no se hubiera ido- susurré para los dos, como si fuera un secreto.
-Ojalá cariño.
Entonces comencé a visitar más seguido el mar, hacía frío y no podía bañarme, pero en la isla el frío no era suficiente como para no poder mojar al menos los pies.
Y entonces llegó febrero.
Y con febrero, la lluvia.
La primera semana de febrero no conseguí hacer gran cosa, dejé de ir a visitar a mamá y me encerré en casa. Lo único que pude hacer fue componer, y comencé a grabar lo que conseguía escribir.
A la segunda semana Nerea llamó, pero no se lo cogí. Lo que sí hice fue ir a visitar a mamá de nuevo. Le compré rosas amarillas, porque quería cambiar un poco sus flores y el amarillo me recordaba a Barcelona, o quizá me recordaba a Raoul. Hablé con ella de Nerea, y llegué a la conclusión de que la echaba mucho de menos.
Cuando llegué a casa la llamé y ella, comprensiva y dulce Nerea, me lo cogió.
-¿Cómo estás?- su voz sonaba calentita y cariñosa, y me sentí un poco mejor.
-Mejorando- porque de verdad lo sentía así, conforme pasaban los días iba perdonándome, entendiéndome, o al menos eso me parecía a mi.
-Tengo muchas ganas de verte Ago- y entonces comenzó a llorar, y me sentí culpable de no haber pensado en ella.
Nerea, princesa de la piel de nieve y pelo del oro. Siempre en calma, siempre atenta.
-¿Qué ocurre preciosa?- y luego estaba yo, totalmente opuesto a ella.
-Estoy tan perdida Agoney, estoy echa un lío. Aitana, la amiga de Raoul, no sé Ago, creo que me gusta- y allí estaba yo. Egoísta como siempre, sin poder ayudar a la princesa de hielo. Ella siempre estuvo para mi, y ahora que ella necesitaba a alguien yo me había ido a miles de kilómetros.
-Cariño, no pasa nada, es normal, no tiene nada de malo- mamá me ayudó mucho cuando comencé a aceptar mi sexualidad. Cuando de repente entendí porque nunca me había fijado en ninguna chica pero si en el primer novio que se echó mi hermana. Y entonces entendí que era gay. Y mamá estuvo allí, diciéndome que era completamente normal, porque lo es, y haciendo que me entendiera. Así que ahora yo no podía hacer otra cosa que escuchar a la dulce y pequeña Nerea, y hacerle entender que la bisexualidad existe.
-Pero Ago, si siempre me han gustado los chicos- ella lloraba, y podía imaginarme su piel blanca tiñéndose de rojo, como siempre que Nerea llora.
-Pero amor, eso es la bisexualidad, no tiene nada de malo, es totalmente normal y existe- entonces pareció crearse el silencio para que Nerea entendiera mis palabras.
-Ni siquiera sé si hay alguna posibilidad- y sonreí.
-Bueno, no se sabe, siempre puedes preguntar. Pero cielo, escúchame, si a ella no le gustan las chicas no significa que sea culpa tuya, es triste, claro, pero... No sé si me estás entendiendo- y de nuevo silencio.
-Sí, lo entiendo.
-Bien, venga, háblame de Aitana.
Y allí en Adeje un 10 de febrero comprendí que la distancia entre la princesa de hielo y yo era mínima siempre, daba igual donde estuviéramos, nuestras almas siempre estaban conectadas.

Hoy hablemos de nosotros- RagoneyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora