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Anclada al suelo, entumecida y sintiéndome desolada, pasaron los segundos, los minutos y las horas

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Anclada al suelo, entumecida y sintiéndome desolada, pasaron los segundos, los minutos y las horas. No tenía tanta hambre como alguien que llevara días sin comer, así que podía estar muy segura que yo no llevaba mucho más de un día de estar ahí, pero aun así mi estómago gorgoteaba y clamaba por un poco de sustento. Cualquier alimento que antes me hubiese parecido monótono y que me tuviera hastiada de tanto consumirlo, en ese momento lo deseaba con necesidad.

Trataba de evitar los pensamientos más insoportables, los ahuyentaba y en cambio pensaba en cosas agradables, algo que había visto u oído, una persona que había conocido. Tan sólo evocar lo que me haría sentir mínimamente tranquila. Por ningún motivo debía pensar en mis hermanos, esos marinos de dos piernas que significaban todo lo bueno que tenía el mundo para ofrecerme. No podía pensar en ellos, no debía tratar de imaginar si estaban bien, si habían permanecido en los escollos indemnes y rezagados en los pensamientos del Forcis. O si, al igual que yo, los habían capturado y estaba en un lugar como este, aguantando hambre, frío, sintiendo miedo, sin tener posibilidades para defenderse, porque si yo con mis poderes había sido inmovilizada, ¿qué les quedaba a ellos?

No debía pensar en esas cosas, porque en lugar de sentirme triste me volvía furiosa, y me hacía sentir inútil. Yo debía protegerlos y estar para ellos. No poder hacerlo se sumaba a la lista atropellada de lo que estaba mal en mi realidad actual.

Por eso, no debía pensar en esas cosas.

Debía pensar en cosas agradables, como mis primeros años en los escollos, como en esa voz entonando las canciones que yo le enseñaba. Unas manos que trenzaban mi cabello, unos ojos mieles que me miraban con devoción. O ese amigo cuestionable, el único amigo que había tenido en mi vida, que cubría mis hombros con su tacto y me mascullaba promesas que sonaban como amenazas. El único rostro que me miró con una sonrisa sincera a la par que interesada en un lugar donde la bondad fallaba. Cuando le abrí paso a los recuerdo empezaron a llegar en cascada, uno detrás de otro, arremolinándose, deseando cada uno ser el protagonista de mis pensamientos, cosas que hacía tanto tiempo no me permitía rememorar ahora estaban inundando mis sentidos de nostalgia.

Ahí estaba yo, confinada en una caja metálica gracias a un hombre al que le inquietaba que una princesa tuviera más poder que él.

Tenía un nudo en mi garganta, quizás lo mejor sería no pensar en nada, no necesitaba saber cuánto tiempo llevaba ahí si nunca me iban a sacar. ¿Para qué torturarme tratando de sentir el tiempo, si al final esa podría ser la peor forma de masoquismo que me pudiera infligir? Contar tiempo hasta que mi cuerpo no resistiera la falta de comida y entonces perdiera la conciencia lenta y tortuosamente.

Palmeé mi cola y sujeté las cadenas. Parecían resistentes, en realidad, se sentían como nuevas. Como si el único uso que les hubieran dado hubiese sido amarrarme. Pero yo aún no había intentado cortarlas con el agua. Así de aturdida había estado para que no se me pasase por la mente. Me culpaba a mí y sólo a mí por eso. Yo debería ser capaz de afrontar situaciones así sin paralizarme en pavor. Si algo me sucedía yo sería la única responsable.

©SiremalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora