Magnus Bane siempre tuvo una vida perfecta. Era feliz. Estudiaba en la preparatoria más prestigiosa de todo Nueva York y gozaba de despilfarrar el dinero a diestra y siniestra, pero un error de su padre le haría aprender una nueva lección, le mostra...
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-Oh por el Ángel, mi cabeza me está matando –gruñó Alec una vez se despertó cuando la luz del día se coló por entre la pequeña ventana del taller de Raphael.
La fiesta había sido bastante salvaje. Todos creían que había finalizado una vez el licor se había acabado, pero Ragnor y Catarina, negando a que acabara aquella fiesta de "barrio", como había dicho Catarina completamente emocionada, habían dado bastante dinero para más licor. Raphael al principio se había negado, pero Catarina y Ragnor habían insistido, por lo cual, sin más, siguieron con aquella fiesta. Cerveza, whisky, ron, tequila y más bebidas llenaron el lugar.
Alec y Magnus habían bebido como si no hubiera mañana y ahora el ojiazul lo lamentaba en demasía.
El chico suspiró y se removió incómodo, sintiendo a alguien aferrado a su cintura, pero sonrió abiertamente al ver allí a Magnus hecho bolita en su regazo.
Los chicos se habían quedado dormidos en el raído sofá del taller de Raphael. La casa estaba prácticamente vacía, a excepción de Ragnor y Raphael, que se encontraban dormitando en la habitación de éste último. Catarina había caído profundamente rendida en la habitación de huéspedes, mientras que Isabelle y Clary se habían quedado dormidas en la cama de los padres de Raphael. Sus respectivas parejas se habían desmayado en el suelo junto a aquella cama.
Alec se estiró tal cual gato y sonrió mirando a Magnus, quien movía rápidamente sus pestañas, intentando aclarar su vista. Al despertar, un suave quejido fue soltado por el chico antes que una hermosa sonrisa se instalara en sus labios al ver allí a Alec, quién le acariciaba con gran delicadeza el cabello.
-Buenos días Garbancito –saludó con voz ronca por el sueño antes de aferrarse aún más al ojiazul–. Me duele la cabeza.
