CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS: EL MONTE DE LOS DIOSES

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Cuenta la leyenda que el lobo que caperucita retó era un grande,

Dicen que era el rey de reyes,

Dicen que era invencible,

Dicen que era el fruto del amor más poderoso.

El sol recién estaba asomándose y las especies pudieron ver el carruaje refulgente siendo tirado por caballos, todos se quedaron en silencio al ver al Dios Apolo tirar con fuerza del sol y llevarlo al centro para que pudiera ser testigo de aquella guerra, más de uno inclinó su rostro y otros con recelo avanzaron sin detenerse. Los reyes estaban ahí, pero ellos no lucharían, solo los acompañarían hasta el monte y de ahí volverían al castillo, ahí donde las especies más jóvenes, algunas hembras y los ancianos estaban refugiados. Estaba decidido que si en esa guerra las criaturas salían perdedoras, los reyes deberían llevarlos más lejos y volver a empezar.

Geiat miró a Mireia que llevaba su ropa de cazadora verde oscuro, su cabello atado y la mirada triste, la joven sanadora sabía muy lo que les había costado despedirse del pequeño Basil, y es que ahora debía estar seguro porque a salvo era el único De Hierro que se encontraba, no podía ponerlo en peligro. Gorius le había dicho que se quedara con el cachorro, que huyeran, pero no se le puede decir eso a una guerrera que toda la vida ha luchado. La muchacha miró hacia atrás viendo a los reyes, hablando entre sí con una mueca en el rostro, la preocupación era palpable al igual que en todos, los líderes iban adelante hablando con su segundo al mando, estaban intranquilos y Geiat podía entenderlo.

La princesa sostuvo con mayor fuerza la mano de su padre, este se giró y la miró con una sonrisa en la boca, sus ojos brillaron y la joven sintió mucho miedo. Hace muchos años les dijo adiós a sus padres y hermano, después a tres de sus hermanos otra vez. Estaba acostumbrada a despedirse, pero sentir otra vez el dolor de perder a un familiar había terminado por quebrar su corazón. Ahora que tenía a sus hermanos y padres: no podía decirles adiós, esta vez ya no podía.

Su tío Herios acarició el hombro de la muchacha con dulzura, la joven le sonrió. Tenía a dos de los machos que amaba, y verlos ahí, pelear por la tranquilidad, la hacía temer aún más.

Gorius le lanzó una rápida mirada a su hermana, viendo el miedo en sus ojos y el instinto protector con su padre, la manera en como tomaba su mano y lo miraba. Gorius estaba cansado de perder a los suyos, de verlos caer y no volverlos a ver, no podía permitirlo. Esta vez no.

Cuando el sol estaba puesto todos se detuvieron al ver los campos de los Dioses, Centauri aclaró su garganta y fue él quien avanzó con cuidado seguido de su hermano mayor, pasó sus dedos y habló bajito, lo único que vieron fue el movimiento de su boca, nada más. El macho a los segundos retrocedió con cuidado, esperaron por largos minutos hasta que el guardián de esos campos hizo un movimiento de manos y todos empezaron avanzar, lo único que se podía escuchar era sus pisadas, los suspiros de algunos. Nadie hablaba, ni una sola palabra.

Cuando cruzaron vieron las grandes montañas ocultas entre arboles verdes y viejos, una selva preciosa que en cada esquina era reguardada por una criatura que miraba a los recién llegados con recelo, Centauri iba al frente, guiando y diciendo que paso debían dar. Fueron largos minutos alejando las ramas de los árboles, otros comiendo de la fruta de los árboles y otros disfrutando del paraíso que duraría por poco tiempo.

Gorius avanzó hacia sus amigos y Fuego lo miró esperando que el león hablara.

—Gorkan debía estar ya aquí, se está tardando mucho —se quedó callado para admirar el amplio campo que aguardaba oculto entre árboles, las montañas pequeñas y una más grande, tanto que tuvieron que echar la cabeza hacia atrás para observar el reino de los Dioses—. Entonces es aquí.

LA CAPERUZA DEL LOBO © (I HDH)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora