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SCOTT

Raisa de repente se aparta hasta quedar a medio metro de distancia. No dice nada, tan solo me fulmina con la mirada. Sus mejillas están rojas y sus labios apretados son un caso muy especial, casi parece estar haciendo un puchero, gesto que por alguna razón me resulta gracioso. Pero, además, me siento estúpido por sentir... esto. Y no estoy seguro del qué.

Sus dedos rozan sus labios. Ella tiene un rostro fino y una expresión inofensiva. Goza de largas y abundantes pestañas que establecen sombras de media luna sobre sus pómulos surcados por miles de pecas que no sabía que tenía. Jamás me detuve para mirarla desde tan cerca.

Su cabello cobrizo con ondas, del que todavía escurren gotas de agua, cae sobre su pecho hasta terminar en su cintura. Sus ojos aceituna, por otro lado, aparentan ser un mar de problemas, pues arden de coraje.

¿Qué es esto tan de repente?

Su disgusto basta para someterme ante un sentimiento de culpa que jamás en la vida profesé. Se hace poseedora de una apariencia dulce e inocente, pero en el interior de esta diminuta humana parece haber algo más que no consigo discernir.

Estoy a punto de preguntarle en qué piensa, y no sé por qué diablos me interesa, pero se apresura a levantarse y se aleja cojeando.

Sacudo el agua de mis alas y la sigo a través del Lobby, manteniendo una distancia prudente. Jamás comprenderé el comportamiento de los humanos.

Una vez en su habitación, se dirige al baño y se encierra. Por suerte, no me molesta estar empapado.

Veinte minutos más tarde, Raisa sale con el tobillo vendado, en pantalones cortos, y una camiseta vieja que expone su figura bien proporcionada para los ojos de cualquier ser humano.

Con escasa dificultad se dirige a una mesa de madera situada junto a una estantería repleta de libros. Toma el portátil, regresa a la cama, y se deja caer con el objeto electrónico sobre sus piernas. Poco después, música instrumental empieza a sonar a través de la bocina.

Usualmente hace lo mismo durante las noches antes de irse a dormir, esta vez, sin embargo, no está quejándose del hambre. ¿Acaso no piensa cenar?

—¡Esto es horrible! —estalla de repente, dejando de lado el portátil e incorporándose sobre el colchón—. ¿Sabes todo lo que hice delante de ese gato? Y resulta que es... Prince Hastings, un hombre de aparentemente veinte y tantos años de edad, y que es dueño de este carísimo hotel de cinco estrellas. Además, mi hermana y yo trabajamos para él. Si me lo dices, nada tiene sentido. Y como si nada fuera suficiente, también mató a una mujer. Ahora entiendo por qué el cuerpo de la fallecida no tenía sangre y...

—Aguarda un minuto, ¿no tenía sangre? ¿Cómo lucía él?

—Como un humano. Sus colmillos de gato no habrían bastado para dejarla tan seca como una pasa. Más bien, parecía como si le hubiera desgarrado el cuello a mordiscos. Me aterra pensar qué es lo que quiere de mí. ¿Por qué siempre estuvo conmigo? ¿Es el único demonio en este hotel?

—Etta también fue poseído por uno —le digo.

Y en cambio, estoy seguro que Prince no ha poseído a ningún humano, lo que explica por qué disfruta cambiando su aspecto de humano a gato cada que se le viene en gana. Pero entonces, ¿cómo fue que pudo dejar el cuerpo de una humana sin sangre? Los demonios, para poder estar en la tierra, no tienen otra opción más que vivir como parásitos dentro de un cuerpo humano. Dicho de otra forma, no pueden hacer nada por sí mismos.

—El demonio dentro del chef quiere matarme —anuncia Raisa con espanto, como si apenas hubiera notado que su vida corre grave peligro.

—Pero Hastings no —intervengo, y su mirada se detiene en mi rostro—. De haber querido, ya lo habría hecho mucho antes de mi llegada. Y esta tarde, tampoco habría intervenido cuando ese otro demonio intentó ahogarte.

Amando la Muerte ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora