Asesor de imagen (2)

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Afrodita llegó al restaurante Zurbaran, en el lujoso barrio de Kolonaki, cinco minutos antes de la hora acordada y tomó asiento en la mesa que habían preparado para ellos en la soleada terraza del local. Su escrupulosa puntualidad no era casual: se tomaba su trabajo muy en serio. Había elegido un atuendo más relajado, cambiando el traje clásico por un pantalón de vestir gris marengo y camisa de lino celeste a juego con sus ojos. Mientras esperaba a su clienta, se entretuvo repasando los bocetos que había preparado. Estaba impaciente por volver a verla y eso le molestaba; él era, por lo general, correcto hasta casi la frialdad, pero con ella...

- Buenos días, Afrodita -le saludó Allegra. Él levantó la cara de sus papeles y se incorporó caballerosamente, besando el dorso de la mano que ella había extendido hacia él.

- Señora Martinelli-correspondió-. Veo que ha puesto en práctica mis sugerencias... Está usted espectacular.

Ella sonrió y giró para permitirle examinarla. En efecto, llevaba una de las prendas que Afrodita le había mostrado en su primera reunión, un vestido de milraya confeccionado en algodón que se anudaba en un costado, combinado con unas cuñas amarillas y bolso de mimbre a juego.

- Yo podría decirle lo mismo, Afrodita. Posee usted una belleza excepcional -le lisonjeó ella, haciendo una seña al camarero.

Mientras esperaban la comida, Afrodita le mostró los bocetos que había preparado; en esencia, eran retratos de ella con diferentes tipos de peinado y maquillaje. Sugirió echarle el flequillo hacia atrás a modo de tupé, pendientes pequeños y un brazalete ancho como complemento estrella, junto con un maquillaje sencillo que pusiera el énfasis en sus ojos oscuros.

- Me ha dibujado usted más guapa de lo que soy, Afrodita. Debería robarle estos bocetos y colgarlos en mi despacho -rio ella.

- Si los quiere, son suyos, claro. Después de comer, iremos a buscar el calzado y las joyas para la gala, señora Martinelli-contestó él, con modestia.

- ¿Cree que nos dará tiempo?

- Todo mi tiempo hoy es para usted -respondió con galantería.

Cuando terminaron de almorzar, Afrodita le ofreció su brazo y fueron caminando hasta una tienda regentada por una buena amiga de él, donde podrían encontrar moda y calzado de los diseñadores más buscados. Allegra, desde el probador, requirió de nuevo la ayuda de Afrodita con los botones del vestido y contempló cómo se ajustaba perfectamente al cuerpo tras los arreglos que él había efectuado.

- Es usted un artista, lo ha dejado impecable.

- Gracias, señora Martinelli. Acompáñeme para ver las sandalias que he seleccionado -respondió él, alisándole el vestido sobre las caderas y recogiendo el exceso de tela del bajo para que no lo pisara al caminar descalza.

Allegra se sentó en un butacón mientras Afrodita le mostraba tres pares de sandalias de tacón para que escogiese.

- Confío en usted, dígame cuáles prefiere -indicó ella.

- Pruébeselas y decidimos, ¿de acuerdo?

Como la vez anterior, se arrodilló ante ella, calzándola con cuidado, demorándose en las curvas de las plantas y los talones, mientras ella le miraba fijamente. Había algo de ceremonia privada en la forma en que él sujetaba sus tobillos para abrocharle las hebillas y cierto deleite en la sonrisa de ella al observarle. Sus ojos se encontraron y ella advirtió el ligero sonrojo en las mejillas de Afrodita, que resaltaba su ya de por sí evidente atractivo natural.

Seleccionaron las sandalias y las joyas, tras lo cual se despidieron, al borde del atardecer, no sin antes decidir a qué hora iría Afrodita al hotel de Allegra para ayudarla a vestirse el día de la gala. Ella le besó fugazmente la mejilla y entró en el taxi sin mirar atrás, dejando a un atónito Afrodita boquiabierto en la acera.

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Afrodita hizo gala de su británica puntualidad la tarde de la gala y fue invitado a pasar por el secretario de Allegra, que le esperaba recién duchada y cubierta por una bata de satén gris perla.

- Afrodita, tenía ganas de verle. ¿No vienen con usted la maquilladora y el peluquero?

- Verá, he pensado en encargarme yo mismo de esas tareas para ganar tiempo, ¿está de acuerdo?

Ella asintió, con una gran sonrisa. Afrodita ordenó sus materiales, la hizo sentarse a la luz del gran ventanal y comenzó a trabajar, intentando no mirar las largas piernas de la mujer, cruzadas y apenas cubiertas por el satén. Allegra quedó fascinada por su meticulosidad y destreza; cuando se miró al espejo, se sentía otra mujer.

- ¿Le gusta?

- Debería contratarle a usted en exclusiva, o quizá secuestrarle para tenerle siempre a mi disposición -su tono bromista escondía un trasfondo de coquetería que a Afrodita no le pasó inadvertido.

- Se aburriría enseguida de mí... -contratacó él, con un mohín presumido.

- No podría aburrirme de mirarle... ¿Debo vestirme ya? -preguntó ella al tiempo que se levantaba y tiraba del ceñidor de la bata.

Él estaba acostumbrado a ver mujeres en ropa interior todo el tiempo sin inmutarse; el problema era que ya se sentía atraído de entrada hacia Allegra, así que cuando ella dejó caer al suelo la prenda no pudo evitar sonrojarse como un adolescente. Se dirigió al armario para sacar el vestido malva, tratando de mantener una actitud indiferente, pero al acercarse a ella, consciente de su agradable aroma y de cómo su lencería negra contrastaba con aquella piel marmórea, notó su cuerpo comenzando a reaccionar. Solo esperaba que su traje oscuro consiguiese disimular su incipiente erección mientras la ayudaba a ponerse el vestido y a calzarse las sandalias.

- Afrodita, voy a tener que pedirle un favor y espero que acepte -pidió ella, en voz baja, mirando hacia la Acrópolis con pretendida apatía.

- Lo que usted quiera, señora Martinelli.

- Necesito que me acompañe usted a la gala. No pensaba llevar a nadie, pero me siento fuera de mi zona de confort en este tipo de situaciones y su presencia sería muy agradable para mí.

- Pero, señora Martinelli, no estoy vestido adecuadamente... -se excusó él.

- Tonterías, Afrodita. Usted siempre está perfecto. Salvo que ya tenga planes para esta noche, por favor, acompáñeme-se volvió hacia él y le apretó la mano con un gesto nervioso.

- Está bien, deme una hora.

- ¡Perfecto! Deje su dirección a Domenico y le recogeré.

Allegra también era puntual, pensó Afrodita al ver su coche en la puerta de su casa. Llevaba un entallado traje negro, de solapas satinadas, camisa negra y corbata dorada, con su alfiler favorito: una original pieza de orfebrería hecha exclusivamente para él que representaba dos pequeños peces, una rosa y sus iniciales, todo en oro viejo. Cuando entró en el coche, Allegra le miró, maravillada.

- Afrodita, está usted arrebatador...

- Señora Martinelli, la impresión es recíproca.

El chófer arrancó en dirección a la fiesta. Ella contemplaba los edificios a través de la ventana, con aquel aire ausente que él ya conocía, como si estuviese sumida en profundos pensamientos, y Afrodita se sintió incómodo por un instante.

- ¿Le parecería muy mal si le pido que nos tuteemos? -la oyó decir, sin apartar la mirada de las luces nocturnas de la ciudad.

- En absoluto... Allegra.

Destellos doradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora