Dueto (4)

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(En esta historia, hay algunas palabras en portugués; si necesitas traducción, la encontrarás al final de cada capítulo.)

- Y decíais que no estabais liados. Mientes fatal, tía -se burló Sheila mientras sacaba las bebidas que iba a emplear en su experimento más reciente.

- Porque de aquella no lo estábamos, fue surgiendo poco a poco –se defendió Andrea, robándole el cuenco de frambuesas con las que la barista pretendía decorar sus pociones mágicas y metiéndose tres en la boca de una vez.

- ¡No toques eso! Lo necesito para el nuevo cóctel que estoy perfeccionando... -le golpeó los nudillos con un mezclador- ¿Y qué tal es en la cama? Con esas dimensiones, seguro que te desencuaderna... ¡De hecho, ahora que me fijo, llevas unas semanas que andas raro!

- ¿Quieres irte un poco a la mierda, bonita?

Aldebarán entró en aquel momento y se acercó a saludarlas. Su español había mejorado bastante desde que había llegado y ya se le entendía sin necesidad de saber portugués.

- ¿Qué hacéis, garotas?

- Andrea me estaba contando que la follas como un titán...

- ¡Sheila! ¡Eres imbécil! -gritó la aludida, lanzándole una frambuesa.

- Hacen falta dos para bailar la samba... -respondió él, con aquella sonrisa ladeada- Eso quiere decir que ella también me folla muy bien -explicó en un susurro travieso a Sheila, que se sonrojó al ver su indiscreción devuelta en su cara.

- De verdad que no sé cómo os aguanto -Andrea intentó hablar en tono de enfado, pero la risa terminó por escapársele.

Después de tres meses juntos, la relación entre el cantante y la camarera era conocida por toda la plantilla del pub y Andrea se sentía feliz de lo fáciles que resultaban las cosas entre ellos: Aldebarán vivía el momento, sin preocupaciones, y cada día proponía un plan; todo le parecía nuevo y fascinante y, gracias a él, ella misma estaba redescubriendo la ciudad e, incluso, el país. Viajaban juntos a la costa, visitaban galerías y museos, buscaban rincones ajenos a los circuitos turísticos... Sin compromisos ni malos rollos. Era, de lejos, la relación más sana que había tenido en mucho tiempo.

Sin embargo, no se engañaba: sabía que Aldebarán se marcharía pronto. En apenas quince días, cogería un avión rumbo a Niza y encontraría un pub en el que tocar para sufragar sus escasos gastos. Le daba igual si tenía que dormir en la playa o compartir piso con ocho estudiantes de intercambio; su carácter apacible le hacía ver siempre el lado más positivo de las situaciones y eso le simplificaba la vida.

Ella misma le llevó al aeropuerto, disimulando la tristeza que la despedida le provocaba.

- Tu hermana ha sido muy amable al prestarte su coche -dijo él, mientras ajustaba la posición del asiento para poder sentarse con cierta comodidad.

Andrea comprobó los retrovisores, se abrochó el cinturón y se incorporó al tráfico, siguiendo las instrucciones del GPS. Él encendió el equipo de sonido en busca de algo de música al gusto de los dos.

- Sé que no tengo derecho a decir esto, Aldebarán, pero te voy a echar mucho de menos -confesó cuando Melody Gardot comenzó a interpretar "Who will comfort me".

El chico la miró y esbozó aquella sonrisa seductora, antes de ponerle sobre el muslo una mano del tamaño de una sartén.

- Sabes que no me iré para siempre, Andrea. Volveré a pasar por aquí y te visitaré.

- Sí, tienes razón -dijo ella; "si es que aún te acuerdas de mí para entonces", pensó.

Se despidió de ella con un beso y un abrazo de tal calibre que le hizo crujir un par de vértebras y salió del coche silbando alegremente y diciéndole adiós con la mano. Andrea le devolvió el gesto hasta que desapareció entre la multitud, arrancó y apagó el reproductor, con los ojos empañados.

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Las semanas dieron paso a los meses y, cuando quiso darse cuenta, había terminado los exámenes finales y, gracias a un golpe de suerte, estaba ejerciendo como maestra en un colegio cerca de su casa. Había dejado el trabajo en el R'n'Me por incompatibilidad de horarios, aunque todavía pasaba por allí de cuando en cuando como clienta para escuchar música y charlar con sus antiguos compañeros, y estaba ahorrando para comprarse, por fin, una moto en condiciones capaz de circular sin dejarla tirada dos veces al mes. La vida de Andrea parecía estar encarrilada y, sobre todo, en calma.

Había salido con algunos chicos, pero, aunque no le apetecía admitirlo en voz alta, ninguno le hacía olvidar al brasileño. Guardaba un buen recuerdo del breve tiempo que habían pasado juntos y de vez en cuando ojeaba sus redes sociales para seguirle la pista en su periplo europeo: el gigante de sonrisa malandra había disfrutado de la gastronomía francesa y después había cruzado hacia Italia, donde llevaba ya cinco meses, sin parar demasiado tiempo en ninguna ciudad. Andrea le había escrito un par de veces, pero la comunicación escrita no era el fuerte de ninguno de los dos y la conversación no fluía. Le dolía pensarlo, pero sabía que tenía que hacerse a la idea de que Aldebarán la habría olvidado. Al fin y al cabo, era un chico guapo y con buena voz, que trabajaba rodeado de mujeres y que no tenía ningún problema para relacionarse. Con aquel pensamiento concluía, invariablemente, su ronda por el "asunto Aldebarán".

Aquella mañana de marzo, cuando salió al recreo con intención de echar un vistazo a sus alumnos, sacó un momento el móvil del bolsillo. Sorprendentemente, tenía una docena de mensajes de Ruth, invitándola a pasar por el pub aquel martes para celebrar su cumpleaños. Andrea sonrió: llevaba unas semanas tan absorta corrigiendo trabajos y exámenes que casi se le había olvidado que ese día cumplía veinticuatro años; de hecho, no había preparado ningún plan y no le apetecía en absoluto quedarse en casa, así que respondió a Ruth y lo organizó para llevar con ella a un par de compañeras del colegio con las que tenía una relación de confianza.

Destellos doradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora