XI.
11.
Kalipso.
Cierro los ojos, agarrándome fuerte del barandal donde pude conseguir un espacio pequeño para la final del torneo. La gente se amontona en las escaleras, empujando fuerte, casi cortándome en dos ya que mi estómago está pegado a la baranda.
Finalmente, después de mil golpes, crujidos de huesos y escupitajos de sangre, el brazo de Onell es levantado por el juez dándole así la victoria de éste finalizado campeonato.
―¡Sí! ―aplaudo en mi diminuto espacio mientras todas las personas hacen un bullicio indescriptible para celebrar el triunfo de un desconocido.
Pido permiso a quien se interpone en mi camino escaleras abajo, pero una mujer se coloca en frente, impidiéndome pasar, es Ann.
Osadamente, hunde su mano en uno de los bolsillos de mi abrigo.
―Tu dinero, Kalipso ―sonríe a medias ante mi confusión, pero decido asentir, apreciando su acto―. Las chicas estarán listas. Para media noche, todo el mundo, incluido Jacko estará tan ebrio que nadie podrá verte.
―Jacko no me preocupa ―espeto, regresando un pequeño vistazo a la mujer situada junto al mexicano.
―¿La rubia? ―duda Ann haciendo una mueca.
―Es peor de lo que piensas ―reitero, apretando el fajo de billetes en mi bolsillo.
―Bien ―acaricia su barbilla, mis ojos se desvían a sus labios morenos coloreados en un color rojo desgastado―. ¿Qué pasa con el boxeador, eh? ―pregunta Ann moviendo sus cejas.
Niego.
―Nada en absoluto ―corto el chisme lo más rápido que puedo, abriéndome paso en la multitud donde puedo oler de todo menos el aroma a libertad que está tan cerca de las yemas de mis dedos. Una vez mis pasos se pierden en el pasillo del burdel en el segundo piso, corro lo más rápido posible a mi habitación para tomar una funda de tela de debajo del duro colchón y casi resbalando, me pongo de rodillas, hundiendo el fajo de billetes entre mis pechos, metiendo un par de vestidos en el fondo de la bolsa.
―Kalipso ―una voz desconocida se halla a mis espaldas y mis músculos se tensan, deteniendo todo lo que estaba haciendo.
―Mi horario terminó ―alego, empujando la bolsa bajo la cama. Sin voltear.
―Lo sabemos, pero vas a tener que acompañarnos ―replica la voz.
¿Acompañarnos?
Frunzo el ceño, regresando mi vista a los dos hombres bajo el umbral de la puerta. Son los dos tipos que se supone coordinan las peleas de Onell.
Me pongo de pies en un parpadeo, e impulso mi cuerpo para tomar un broche de cabello de la mesa de noche, pero el hombre con bigote se abalanza sobre mí, impidiendo mis movimientos al agarrarme por la cintura y tirar de mí hasta lanzarme contra el pecho del otro.
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EL DIABLO III
RomantizmHe estado goteando de la nariz, mi sangre es la única que puede apagar el cielo en llamas.