1. El amor te tiene idiota

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Había perdido por completo la sensación de hogar

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Había perdido por completo la sensación de hogar. Hacía demasiados años que no sabía lo que era disfrutar de un domingo en familia, y en cambio ahora no me imaginaba lejos de ellos. Era increíble como las cosas podían llegar a cambiar en tan pocos meses.

Sonreí apreciando la estampa tan poco halagüeña que se mostraba ante mí: Marta le tiraba trozos de pan a su hermano —con muy poco acierto, la verdad—; mi tía le regañaba al grito de «con la comida no se juega» mientras que Diego le hacía muecas infantiles para sacarla de quicio. El único que parecía abstraído del mundo era mi tío, que comía su plato de arroz pasando por completo de todo y de todos.

En un momento me abstraje tanto de situación, que no me percaté del instante en que habían dejado de comportarse como animales. Marta había cesado en su intento por atinar y arrancarle un ojo a su hermano, consiguiendo que, por otro lado, Diego dejara a un lado su conducta infantil. Mi tía se incorporó, quitándome el plato de delante, lo que me hizo regresar a la tierra.

—El amor te tiene idiota —murmuró Diego, pasándome un brazo por detrás del cuello.

Solté una carcajada involuntaria al escucharlo y negué con la cabeza.

—¿Por qué? ¿Por qué soy el único que no está como una cabra? —pregunté elevando por primera vez la voz—. Bueno, el único no soy, aquí el tío Antonio se está comportando como lo que es: el señor de la casa. ¡Somos los únicos que no entramos en vuestro juego!

Mi tío elevó la vista casi por primera vez de su plato y me sonrió en respuesta. No estaba para nada seguro de que me hubiera escuchado, pero me alegraba saber que confiaba en lo que pudiera haber dicho, ya que no se molestó en negar o preguntar nada. Me reí, seguido casi al momento por Diego.

—Mamá, ¿y el postre? —preguntó Marta con guasa.

Me llevé una mano a la cabeza y presioné los labios, más que nada porque sabía que el huracán que estaba a punto de arrasarnos. No me pasó desapercibido el hecho de que mi tía se llevara las manos a las caderas y se quedara mirando para su hija con gesto autoritario.

—Me tenéis frita —protestó—. Tu hermana me va a volver majara, Diego. Le pedí que fuera a buscar unas locas*, ¿y te crees que fue? ¡Qué estaba muy ocupada, decía!

—Es que lo estaba, mamá —protestó, mirándose las uñas—. Sobreestimas mucho mi trabajo, tengo que aprender a hacer la manicura correctamente si quiero ser la mejor de la clase este año.

—Subestimas —la corregí en voz baja. Diego apretó los labios para no echarse a reír mientras que Marta puso los ojos en blanco.

—Eso, lo que dice el escritor —dijo haciendo un movimiento de mano, restándole importancia.

Merche, que parecía no haberse enterado de nada, nos miraba a los tres con actitud sospechosa. Tras sopesarlo durante unas décimas de segundo, se decantó por acercarse a la mesa y quitarle la silla a su hija. La arrastró hacia atrás y fue la propia Marta la que se levantó, como si tuviera un muelle en el culo.

¿Repitiendo errores?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora