CAPÍTULO 8

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Una cosa que le gustaba a Jimin de los túneles era que aquí abajo no existía ni el día ni la noche. En la superficie, la noche podía ser solitaria cuando los escaparates cerraban, e incluso los noctámbulos más obstinados terminaban dejándose tentar por el sueño a medida que el reloj avanzaba hacia la madrugada. A Jimin no le importaba estar solo, pero a veces se aburría, esperando que el mundo se despertara y volviera a su existencia sombría y melancólica.

Dentro de los túneles, lo único que le recordaba que disponía de ocho horas más que todo el resto era si le llegaban los ronquidos de Nayoung, provenientes del hueco del elevador en desuso, al que llamaba dormitorio. Todo lo referido a Nayoung era fuerte: sus bombas, su personalidad y, evidentemente, hasta sus sueños.

Jimin recogió los dardos del blanco y regresó al túnel, disponiéndose a seguir practicando. Lo había estado haciendo toda la noche. Por lo general, le gustaba dividir las horas de la noche entre revisar la última partida de armas e inventos, practicar meditación y artes marciales o realizar una serie de ejercicios para desarrollar su fuerza y resistencia: cualquier destreza que pudiera necesitar en el próximo encuentro con los Renegados.

Pero esta noche no podía librarse del recuerdo del desfile. Aquellos momentos cuando había estado en la azotea, cuando tuvo al Capitán Chromium en la mira.
Podría haberlo hecho. Él, Nightmare, Park Jimin, podría haber sido el que había derribado al invencible Capitán Chromium.

Pero dudó. Demoró demasiado en presionar el gatillo y arruinó la misión.

Nunca más.

Regresó a la línea que había marcado con tiza sobre las vías y cargó un dardo en la
recámara de la pistola. No el arma que había empleado en el tejado ese día – Red Assassin se la había arrancado de las manos y Jimin nunca pudo recuperarla–, sino otra, encontrada en la colección de Nayoung.

Levantó la pistola en los brazos. Observó a través de la mira y alineó el primer objetivo.

Disparó.

De nuevo. Y de nuevo.

Y de nuevo hasta que hubo descargado todos los dardos.

Exhaló y fue a recogerlos. Solo cuando se acercaba lo suficiente a los objetivos, podía evaluar cómo había disparado.
Había dado todos en el blanco. Una docena de dardos clavados en las pupilas de una docena de recortes de revistas; en cada una, una fotografía del rostro simpático del Capitán.

Ni siquiera sonrió al arrancar los dardos. Esto solo era una práctica de tiro. Cuando realmente importó, había fracasado. Cuando pudo haber marcado una diferencia.

Todas las revoluciones implican muerte. Algunos deben morir para que otros puedan vivir. Es una tragedia, pero también, una verdad. Aún recordaba a Ace diciéndole esto de niño, cuando él le preguntó por qué tenían que morir tantas personas para que ellos pudieran obtener la libertad. En aquel momento, no se imaginó el odio ni la violencia dirigidos a los prodigios durante los siglos anteriores a la Era de la Anarquía, pero incluso entonces, para su mente de seis años, la pasión de Ace fue contagiosa.

Había tan pocos hoy que realmente comprendieran lo que Ace había intentado lograr. No había querido que el mundo se convirtiera en lo que terminó siendo. Claro que hubo mucha brutalidad y destrucción cuando él tomó el control. Pero tenía razón: siempre están presentes en una revolución. Al final, había querido un mundo en el que los prodigios ya no fueran oprimidos, atemorizados, despreciados ni atormentados. Había querido un mundo en el que todos pudieran ser libres para elegir su propia vida según sus propios dispositivos.
Era todo el resto de las personas ávidas de poder –villanos y no prodigios por igual–, quienes comenzaron a disputarse el control, quienes enloquecieron en un mundo sin reglas.

Renegades [KookMin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora