Jungkook despertó temprano. En el instante en que abrió los ojos, desapareció toda sensación de cansancio. No se consideraba una persona diurna pero, al sentarse en la cama, se sintió cargado de energía. Como si el día que tenía por delante estuviera lleno de oportunidades.No solo por las pruebas de selección, no solo porque tenían a un nuevo miembro del equipo, alguien a quien estaba bastante seguro de que todos los otros equipos en ese campo de juego se habían arrepentido de rechazar al instante en que derrotó a Gárgola.
Pero más que eso, tenía una pista nueva en el caso de Nightmare. La noche anterior había oído a sus papás hablando acerca de la pistola con la que Hyunah se había quedado durante la pelea de la azotea. El departamento de investigaciones la había rastreado a un traficante de armas que había comprado y vendido mucho armamento durante la Era de la Anarquía, un hombre llamado Gene Cronin, que se hacía llamar el Bibliotecario. No era un nombre particularmente original, ya que, de hecho, había dirigido una biblioteca pública durante la Era de la Anarquía, y aún lo seguía haciendo.
Jungkook estaba seguro de que pronto asignarían a alguien para investigar a Cronin, tal vez incluso hoy, y estaba decidido a que les dieran la misión a él y a su equipo. Después de todo, tenían un nuevo miembro. Un prodigio que no dormía nunca. Era el equipo de vigilancia ideal.
En un sentido misterioso, casi parecía predeterminado.
Además, por fin había perfeccionado el concepto para su nuevo tatuaje y para el nuevo poder del Centinela, y –Jungkook se fijó en el brazalete de comunicación alrededor de la muñeca y notó que aún no eran siquiera las cinco– como aún faltaban tres horas para dirigirse al cuartel general, incluso tenía tiempo para aplicarse el tatuaje esa mañana.
Subió a la planta alta para prepararse una jarra de café, aunque no sentía que realmente lo necesitara, y para fijarse si sus papás seguían durmiendo. Hizo una pausa en el vestíbulo, y oyó los crujidos de la casa. Todo estaba quieto y oscuro.
Ellos tampoco eran precisamente personas diurnas.
Diez minutos después, volvió a su sótano reconvertido, con una taza de café en la mano. El subsuelo estaba dividido en dos habitaciones: la primera albergaba su cama, un sofá, un estante que desbordaba de antiguas libretas de bocetos y cómics, y una pequeña TV con una selección de videojuegos. La segunda habitación era su taller de arte, aunque este nombre hacía que pareciera mucho más cool de lo que realmente era. En realidad había solo un atril, un escritorio ordinario de madera contrachapada y el suelo cubierto de lonas, salpicadas de pintura acumulada durante años. Todo lo que necesitaba ya se encontraba en la gaveta inferior del escritorio. Se sentó en la silla rodante de oficina y comenzó a organizar sus materiales. Alcohol y bolas de algodón. Vendas. Un recipiente de tinta que había comprado en una tienda atestada de incienso a las afueras del distrito de Henbane, donde había estado oculto en una maceta con un árbol de dinero y un narguile.
Apoyó el brazo derecho sobre el escritorio con la palma hacia arriba y empleó los dedos de la otra mano para medir la longitud del cilindro que dibujaría. De ocho a diez centímetros, entre la muñeca y el codo. En un extremo incluiría el símbolo de una mira, para asegurar la puntería: fluido, sencillo, eficaz.
De todos modos, lo importante era la intención. Si consiguió hacer funcionar la cremallera, esto debía ser fácil. Había sido extremadamente intencional con aquella, asegurándose de dibujar justo el traje blindado que quería, hasta el más mínimo detalle, sin perder la concentración mientras marcaba el tatuaje sobre la piel.
La intención. Aprendió de muy niño que, en todo aquello referido a su habilidad, importaba mucho más que cualquier otra cosa. Ni destreza ni ejecución. Intención.
Si la cremallera podía ocultar todo un traje y casco blindados, entonces no cabía duda de que este cilindro podría producir un chorro constante de haces de energía percusivos.