Capítulo uno

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La voz del trovador se apagó. Los comensales salieron de aquel ensimismamiento que había causado la historia que aquel anciano contaba. Muchos lo miraban con rabia y otros con interés. Su barba desaliñada, las arrugas de su frente, los rayos blancos que estaban en su cabello, hacían contraste con la ropa de color oscuro que llevaba. Su camisa manga larga, que llegaba hasta casi sus rodillas y le quedaba ancha, tenía una mancha en el hombro. Había un pantalón debajo de la camisa, pero no se notaba mucho. Frunció su seño al ver que la taberna comenzó a llenarse de murmullos sobre él. Muchos de los que estaban allí ya no creían en esas historias del pasado lejano. Al fin y al cabo, eran eso, historias. Unas reales y otras que simplemente no podían ser comprobadas. Aquel hombre murmuró algo, pero su genio se calmó al ver que una sirvienta le traía un vaso de madera lleno de algún brebaje que el dueño de la posada le iba a regalar.

Las paredes de piedra con lámparas de aceite colgando iluminaban la estancia. Las mesas de maderas de roble, largas y saturadas de personas con diferentes bebidas en mano. El establecimiento volvía a su vida, a su calor. Los clientes volvían a hablar entre sí mientras que meseras con jarras en mano las llenaban haciendo que la espuma se derramara. Panes, caldos, y tartas de todos los colores y sabores se encontraban en las mesas junto a diversas bebidas. Los clientes habían estado comiendo mientras el trovador contaba, pero poco a poco esto ya se estaba acabando. Muchos niños sin hogar iban a aquel sitio a esperar que algún anciano o trovador hiciera lo suyo, ellos iban a distraerse o calentarse. Aquella zona del reino estaba rodeada por bosques, así que algunas veces era demasiado caliente o llovía a excesos. Ese día era uno de los segundos, donde viento se volvía frio por la lluvia. Al ser un pueblo, no tan grande ni muy pequeño, aprovechaban la bondad del corazón de la esposa del propietario para estar allí. El lugar era cálido, acogedor y distraía a todas las personas de sus quehaceres diarios.

El dueño de la posada era aquel que servía las bebidas en la barra, no era mayor a los cuarenta y cinco: Un hombre con barba algo descuidada y un cabello amarillo con bastantes líneas grises. Limpiaba un vaso de madera con un trapo mientras su esposa, una mujer de pelo negro largo que llevaba un vestido verde que llegaba hasta los talones, servía la comida para que las sirvientas llevaran los platos, ambos eran pareja casi desde el nacimiento.

Una moneda de color verde fue posada en la barra junto a una orden de vino azul, Prats, así se llamaba el dueño de aquel establecimiento, tomó la moneda y murmuró algo por lo bajo. Fue casi un gruñido lleno de decepción, pero aun así sirvió la copa. Él le dejó el dinero sobrante en el mismo lugar donde había colocado la moneda: Seis monedas de color azul. El cliente tomó cuatro monedas de ese color, el resto de ellas las dejó allí sin decir nada. El tabernero suspiró y le dio la espalda al chico mientras se frotaba la frente con la mano izquierda, con la derecha sacó de su bolsillo un pequeño objeto circular que marcaba la hora.

Se tomó el licor como si fuera agua, luego se levantó. Aquel desconocido aparentaba ser mayor de diecisiete pero no mayor a los diecinueve. Con las dos manos se quitó lentamente la capucha que le cubría el rostro: su cabello era negro igual a una noche sin estrellas, sus ojos eran del mismo color que el oro, su tez era bronceada, la misma que cualquier caballero del rey llevaría. Se terminó de quitar la capucha y la dejó sobre un taburete, dejando ver una camisa blanca que le llegaba hasta las muñecas, con un chaleco negro amarrado con un cordón en el pecho y un pantalón del mismo color. Llevaba varios cinturones en donde había diferentes cosas guardadas, entre esas: una espada que colgaba de su cintura y, en otro cinturón, se asomaba la culata de un arma de fuego. Las mangas le quedaban algo grandes, cosa que le permitía mover los brazos a libertad y el calor no era lo suficiente para hacerlo transpirar.

Se estiró vagamente, murmuró algo que parecía ser una queja sobre tener que hacer esto todos los días, al terminar señaló con el dedo índice al anciano. Por alguna razón todos se quedaron callados, probablemente se debía a que el músico había terminado de tocar el laúd y estaba haciendo las reverencias, pero allí no había música, lo otro que pudo pasar fue que el cuentista había abierto la boca para comenzar a narrar otra historia, sin embargo, el señor no tenía la boca abierta, es más, estaba mirando fijamente a aquel extraño muchacho. Al parecer esto era algo que pasaba bastantes veces en el lugar debido a que los comensales y meseras siguieron haciendo lo suyo sin detenerse. Solo un trío de personas, una pareja que estaba pegada a la pared del fondo y un hombre que estaba tomando solo junto a la puerta, miraron fijamente al chico y a la espada que tenía en su cintura.

El dragón de la luz | TERMINADA |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora