Capitulo treinta

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Aquel hombre estaba sentado en un banco de madera viendo la estatua de aquella que era la madre de todo, de la vida, de los seres mágicos, de los animales, frutas, de los humanos... Pero en especial, era su madre o bueno, eso le decía cada miembro de la iglesia que él conocía. Siempre lo trataban como el salvador, aquel que destruiría al dios del mal y así ningún otro hombre sería tentado a cometer este tipo de actos. Al mismo tiempo, sus guardias que lo habían acompañado desde niño, pertenecientes a la orden, le otorgaron el pensamiento que todos los seres mágicos merecen la muerte, que todos aquellos que no fueran humanos, debían morir.

Nunca conoció a su madre, su padre fue asesinado por un ser mágico. Todo por el hecho de que a los siete, la espada que llevaba en su cintura había aparecido. Primero la había visto en un sueño, con una mujer hermosa, cabello negro y ojos verdes, le entregaba la espada, a los días la encontró mientras caminaba por la ciudad de Gbares. Muchos adultos pasaban cerca de ella, pero nadie la parecía ver. Había perdido mucho, y siempre creía que su misión era esa, obedecer a madre en todo lo que ella pidiera. Ser parte de la iglesia, ser aquel que todos nombrarían como héroe, esos eran los designios que se le mostraban durante los sueños.

Pero en este momento, estaba dudando. Nunca había visto un sueño donde él usaba la espada junto otro objeto; pero el padre y el obispo, las dos personas más cercanas a la diosa en esta parte del reino, habían jurado bajo nombre de la misma madre que ella les había dado esa misión. Decirle a él que cosas hacer. Sus piernas se movían de manera algo rápida. Llevaba más de tres días sobrio, y esto le estaba generando dolor de cabeza.

Liberame, Elbert. —Un susurro fue escuchado por aquel hombre—. Tú también sientes como aquel demonio está cerca, solo yo puedo matarlo... Aquel ser lleno de oscuridad, es mi presa.

Aquella maldita voz, si aquel susurro que le pedía que la dejara libre, no podía dejar de sonar en su cabeza. Desde que cumplió los quince comenzó a escapar de su realidad mediante la bebida. Aquel sonido, como el de un leve susurro, le pedía ayuda y que la dejara salir. Era una dama, cuando niño había hablado con ella, incluso eran amigos cercanos, pero luego... Luego ese ser le comenzó a pedir que matara, que asesinara, y prefirió silenciar todo con alcohol.

Sus manos estaban sudorosas, ya las había pasado más de una vez por su ropa, pero volvían a secretar fluidos. Sonrió mientras comenzó a mover su pierna derecha de arriba hacia abajo. Estaba sobrio porque el ritual que debía hacer, solo lo podía hacer con un cuerpo limpio. Se mordió el labio para centrarse en otra cosa. Debía recordar las palabras que siempre lo había acompañado:

Eres el héroe que salvará al pueblo de los dragones, de Xertus y de la corrupción del Hus Kha.

La persona que lo salvó cuando su padre fue asesinado le dijo esas palabras. Le juró que la espada que tenía en las manos era para eso. Para salvar a la humanidad, y a todo Txard, del mal que ningún caballero había podido.

—Yo soy el elegido para salvar a todos —murmuró esas palabras mientras se colocaba de pie—. Soy aquel que va a erradicar los dragones. Aquel que va a salvar al mundo del mal.

Ese era su mantra cuando estaba sobrio. Esas palabras lo volvían más fuerte, no físicamente, pero sí de manera mental.

La luz entró, notó como la sonrisa que tenía la estatua cambió de una manera leve, pero creyó que era su imaginación. Ella no podía hacer una sonrisa tan fría, ¿cierto? Su mente iba a pensar algo, pero los pasos sonaron. Vio como Lats y Brosh entraban con un objeto en la mano. Sintió como la espada vibró un poco, si hubiera prestado atención a la voz de la espada, hubiera escuchado un llanto, pero como no fue así, cambió su rostro, como si pusiera una máscara, para demostrar frialdad.

El dragón de la luz | TERMINADA |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora