Catorce

29 2 0
                                    

Durante los últimos catorce años había pasado tantas horas en el cementerio que ya nada allí la perturbaba. Su rutina era simple, consistía en sentarse junto a la tumba de su hijo con un cesto –que luego llenaba con las manzanas de aquel árbol que cubría la mayor parte de las tumbas– y muchas ganas de darle cuerda a la lengua. Y entonces perdía la noción del tiempo mientras le contaba a Mikel cómo iba todo por allí y cómo de bonita estaba creciendo Annabeth, la pequeña que tanto habría querido y que, seguro, adoraba desde algún lugar del cosmos.
Pero para Elaísa las cosas no estaban resultando sencillas, y las veces que se había dejado caer por allí habían sido pocas en los meses que le siguieron a la desaparición de su nieta. Aquel día, sin embargo, algo la había empujado a, de algún modo, afrontar a su hijo.

Salió de casa a las cuatro en punto de la tarde, vistiendo uno de sus mejores vestidos y con un bote de cristal vacío en las manos. Del manzano sólo quedaban hojas secas y ramas, así que había cogido aquello con la idea de entretenerse recolectando alguna que otra hoja que le llamase la atención.
Cuando entró en el cementerio se encaminó con paso firme allí donde perecía el cuerpo de su Mikel.

Suspiró con la pesadez propia que conllevaba la tristeza y se sentó sobre el nicho. La culpa la había estado asfixiando por las noches, la decepción que ella misma había decidido otorgarse y que le apretaba el cuello como si de una soga se tratase. No podía soportar más aquel infierno en el que se había convertido su mente, con todos aquellos pensamientos que la acusaban de haber sido una mala madre y, por supuesto, un pésimo intento de abuela. Sentía que le había fallado a su hijo, la persona a la que más aprecio había tenido en su vida junto con Annabeth. Y es que no había sido capaz de arreglar las cosas con Berta, de hablar las cosas como los adultos para poder estar presente mientras su nieta crecía llamándola abuela. No había luchado por aquella niñita de cabello de fuego que tanto amor le hacía sentir. Pero de algún modo había abierto los ojos.

Se había cansado de llorar por las noches lamentando todo lo que no hizo en un pasado. Necesitaba soltar aquellas cadenas que la hacían prisionera de sí misma, y que con tanto ímpetu apretaba ante el dolor. Era consciente de que no había hecho las cosas bien y de que hubiera podido evitar mediante la comprensión y la palabra muchas cosas que ahora le pesaban. Pero sabía que de aquello trataba la vida, de errores y equivocaciones, de caer una y otra vez. Pero también sabía que sobretodo trataba de levantarse después de cada golpe y de plantarle cara a las adversidades. Aquella tarde había tomado la decisión de perdonar. Y eso hizo mientras acariciaba la lápida sobre la que estaba recostada. Dijo ya basta al rencor guardado a Berta por haberla alejado de una nieta que había tenido que contemplar desde la lejanía. Dejó ir el desprecio hacia el que había sido su marido por haber sido él quien enseñó a Mikel a ir en moto y le quitó así la culpa por la muerte del hijo de ambos. Y finalmente se perdonó a sí misma. Perdonó el hecho de no haber cumplido sus propias expectativas durante su juventud; se perdonó no haber intentado entender a su nuera; dejó ir el malestar que le causaba no haberle dicho a su marido que él no tenía la culpa, y por último se pidió disculpas por no haberse querido mucho más, por hacerse sufrir a sí misma de la forma en la que lo había hecho.

Al terminar aquella charla espiritual con su propio ser, se sentó en el banco del manzano. Contempló la luz del sol que se filtraba a través de las ramas y por primera vez en mucho tiempo pudo respirar con tranquilidad. Pero todavía le quedaba una cosa por hacer, el motivo por el cual realmente había ido hasta allí. Tenía que hablar con su hijo.
Pronto las palabras empezaron a unirse en su cabeza mientras sus ojos miraban relajados el cielo. Ya no había ni un ápice de tensión en ellos.

"Mikel, mi niño"

»He hecho las cosas mal durante mucho tiempo. Te he conservado en mi corazón en forma de dolor y sufrimiento, y lo único que he logrado ha sido desfigurar al chico noble y risueño que siempre fuiste. Hoy está siendo un día especial para mí, hijo. Quiero hacer las cosas bien, darle una oportunidad a lo que la vida me ha estado poniendo en bandeja mientras yo miraba hacia otro lado. Creo que ya es momento de hacer algo por esa pequeña tuya que tantos sentimientos que creía muertos despierta en mí. He sido tan egoísta que hasta ahora no me había dado cuenta de que para poder avanzar y cuidar a quienes amamos, primero debemos dejar de lado los rencores y las culpas. Y yo, mi cielo, debo dejar atrás los dolores del pasado para poder hacer frente a este presente que de golpe se vuelve devastador.

»Te he querido con todo mi ser desde el momento en que naciste, y nada ni nadie va a poder opacar nunca la estima que te tengo. Te llevo en mi corazón y memoria todos los días, y así seguirá siendo. Pero ya no más en forma de dolor. Te prometo que no volveré a pintar tus años aquí como una tragedia, y que a partir de ahora te recordaré como el ángel que fuiste y al que un día le tocó volver a su hogar.
Te libero, Mikel, para que resguardes a tu hija desde ahí que estás mientras yo me encargo de cuidarla desde la tierra. Te amo mucho.

Permaneció un rato allí sentada, experimentando por primera vez muchísimos años el sentimiento de estar en paz. Varias lágrimas cayeron de sus ojos, pero no eran de tristeza, sino todo lo contrario. Sentía que al fin había dejado ir al recuerdo doloroso de Mikel, y que este había sido reemplazado por un sentimiento de inmensa gratitud a aquel niño que tanto la enseñó a amar.
Antes de regresar a casa dejó el bote de cristal junto al tronco del árbol. Lo contempló, gustosa, una vez más antes de irse. Lo había ido llenando de piedrecitas, hojas y bastoncitos mientras mantenía aquella conversación mental con su hijo, y ahora su interior se veía de un color marrón, pero bonito. Había visto aquello como una metáfora de lo que acababa de hacer, del perdón y del dejar ir. Lo veía como si todo lo que había acumulado en aquel recipiente fuera la copia material de todo lo que la había estado atormentando por años. Y el hecho de dejarlo allí, en un cementerio, la ayudaba a sentir que ya todos aquellos sentimientos negativos habían quedado atrás, donde siempre debieron estar.

Tenía un nuevo propósito, algo a lo que agarrarse con solidez y por lo que luchar. Había una personita que la necesitaba, aunque no lo supiera, y otra, algo más mayor, que también lo hacía.
Así fue como, mientras volvía a casa, se hizo la promesa de buscar a Berta.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Mar 05, 2020 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Pide un deseo, AnnabethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora