EXTRA

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ELLA Y ÉL

Todos los días estaba con ella. La amaba, la adoraba. Hacía años que estaban juntos. Se mudaron a esa casa en las afueras de la ciudad por capricho de él. Ella era un bicho de ciudad, pero creía que el amor se trataba de dar y recibir. Ceder en algunas cosas para ganar en otras. Poco a poco ella comenzó a odiar la casa. Era demasiado grande, oscura, vieja. A veces le daba asco pensar que otras familias usaron el mobiliario antes que ella. Odiaba el silencio, sobre todo por las noches. Solía taparse con las frazadas hasta la cabeza para no tener que ver nada, arrebatada por un miedo infantil a la vida nocturna y todo lo que ella trae. Tenía el pensamiento intacto desde su niñez de que si no veía aquello que podía hacerle daño, nada le pasaría.


Y el la amaba. Pero sabía que las cosas no estaban funcionando. Veía como la vida se le escurría por las manos y no podía hacer nada, porque también amaba esa casa. Ella estaba cada vez más delgada, más pálida. A veces creía que lo miraba, pero en realidad miraba a la nada. Estaba distante, tan distante como la casa del resto de la humanidad. Cuando ella dormía, él solía sentarse en el borde de la cama, mirándola respirar profundamente. Estiraba su mano, pero nunca la tocaba, quizás por miedo a despertarla y de lo que luego podría suceder. Así que observaba, fijamente, todas las noches en el mismo lugar de la cama que compartían y se preguntaba si alguna vez podría dejarla ir. Y siempre llegaba a la misma conclusión: no. Porque él la amaba.

Una temporada comenzó a notar que el ánimo de ella cambiaba. Llegaba tarde a la casa, la descuidaba. No lavaba los platos, ni regaba las plantas, pero había dejado el aura fúnebre que la rodeaba atrás. Y él sentía que al abandonar la casa, también lo abandonaba a él. Un día ella llegó con un hombre, uno que no era él. Vio cómo se besaban en el portal, desaforada y lujuriosamente. Ella lo tocaba, lo apretaba contra sí, ávida del contacto que hacía tiempo no sentía, aferrándose a la vida que ese hombre tenía. Y él no hizo nada. Solamente miró desde un rincón como la mujer que adoraba se entregaba a otro. Miraba, como siempre. Ella no tuvo el valor de llevarlo a la habitación, como si hubiera recordado que ella era de otro. Lo despidió brevemente y fue a ducharse para luego ir a dormir. Pasó por su lado como si nada, como si hubiera vuelto del trabajo tarde, como si momentos antes no hubiera estado con otro. Como si no hubiera querido reemplazarlo. Como si él no estuviera ahí.

La casa perdía más y más la poca vida que le quedaba. El jardín, que solían cuidar entre los dos, se convirtió en matorrales desordenados y sin sentido. Las paredes blancas se tornaron grisáceas. El piano, que él tanto amaba, no sonaba hacía tiempo. Nadie lo tocaba. Él empezó a odiarla. A ella y al otro, que casi como rutina la despedía en el portal con sus besos húmedos, invasivos. Ella todavía no lo había llevado a la habitación, pero él sabía que sólo sería cuestión de tiempo. Muy poco tiempo. Se preguntaba cómo podía hacerlo. Cómo podía dejar que otro la tocara si él estaba ahí. Si el miraba todo lo que hacía. Si la seguía constantemente en el hogar. Si él la amaba. La amaba como ningún otro podía hacerlo.


Así que una de esas tantas noches en las que él la miraba dormir, decidió acercar la mano, como siempre, pero esta vez llegó a destino. La acarició. Ella desprendía vivaz calor. Sus cabellos seguían suaves, al igual que su tersa piel. Hacía tanto que no la tocaba. Ella se removió inquieta por unos momentos pero no despertó. Él siguió tocándola, empezando a perder la paciencia. Quería que se despertara, que lo viera. Que viera que era él quién la tocaba y no el otro animal. Así que puso también en su otra mano en el cuerpo dormido. Las caricias dejaban de serlo para convertirse en áspero contacto, en rasguños y pellizcos. Y ella se despertó, sobresaltada. Pero él ya no estaba. Con la respiración agitada se preguntó si lo que sintió fue un sueño (o más bien pesadilla) y tardó unos minutos, aún aturdida, en ir al baño de su habitación. Ella lo busco con la mirada, por costumbre, pero él no estaba. Cuando encendió la luz y se vio en el espejo, notó los pequeños raspones que tenía a lo largo de los brazos, de su pecho y de su cuello. Se asustó. Y él no estaba por ningún lado para tranquilizarla. Así que hizo lo que cualquier joven haría: encendió todas las luces de la casa y llamó a su madre, que atendió el teléfono rápidamente e intentó calmarla. No eran poco comunes esos llamados, pero creía que su hija había mejorado, después de pasado un tiempo desde su última recaída. Ni la madre ni ella pudieron dormir esa noche, atemorizadas y preocupadas, por causas muy diferentes.

Wandering Child - KookminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora