Capítulo 34: El Ángel de la Muerte (3ª parte)

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Capítulo 34

El Ángel de la Muerte (3ª parte)

(En multimedia hay una melodía ideal para este capítulo, sin letra para que no moleste al leer)

Los supervivientes de la fulminante carnicería obedecieron a su líder y se distribuyeron por la vivienda al tiempo que registraban el inmueble buscando posibles intrusos. A pesar de lo impactante que había sido la aterradora escena que acababan de presenciar, el pánico no mermó su férrea disciplina para el combate y, enseguida, estuvieron preparados para defender la casa con uñas y dientes. Puede que aquella vivienda no fuese el mejor lugar para resistir un asedio enemigo, pero, al menos, les proporcionaba una cierta cobertura mientras ganaban algo de tiempo. Para ellos, lo más importante, en esos momentos de confusión, era resistir las posibles embestidas enemigas y aguardar a que llegasen a su auxilio las demás tropas; un tema del que su teniente ya se estaba encargando.

Y es que, mientras sus hombres se desplegaban por el interior de la casa, Howard Müller, a través de la radio, hizo un llamado urgente a las tropas desperdigadas por todo el Distrito de la Virtud. El líder de Sol Negro, consciente del peligro que corrían, y de las terribles bajas que habían sufrido, convocó a todos sus efectivos para que regresasen, cuanto antes, a la casa de Odelia y repeliesen la ofensiva rebelde. El oficial se propuso explicarles con detalle el plan de batalla, pero las directrices quedaron inconclusas debido a una letal interrupción. Inesperadamente, un cristal de la ventana del despacho donde se encontraban él y otro soldado más, reventó, y un pesado objeto, cilíndrico y metálico, irrumpió en la estancia golpeando el marmóreo suelo con la misma fuerza que lo habría hecho un martillo.

—¡Una Azabacheee!! —gritó aterrado el agente que estaba al lado de Howard al ver rodar hacia él una granada de humo, habitualmente cargada de metralla.

En un acto inconsciente e instintivo de supervivencia, el pérfido teniente sujeto con fuerza a su subalterno por la espalda y, sin miramientos, lo utilizó como escudo humano. Al instante, una pequeña explosión disparó, en todas direcciones, cientos de fragmentos de metralla y el lugar quedó plagado de pequeños orificios. La repentina detonación, pese a ser de escasa potencia, hizo temblar todas las paredes de la casa y, como consecuencia, los pocos cristales sanos que aún quedaban en ella se hicieron pedazos y cayeron al suelo provocando un gran estruendo.

Tanto el teniente como el soldado que le acompañaba salieron despedidos una par de metros debido a la onda expansiva y ambos cayeron al suelo, pero las consecuencias del estallido no fueron las mismas para los dos. Gracias a su total falta de escrúpulos, Howard Müller consiguió salir bastante bien parado del incidente. Salvo por algunos pequeños y dolorosos cortes en brazos y piernas, resultó casi ileso. Sin embargo, el subalterno que utilizó para cubrirse, no fue bendecido con la misma fortuna. Por culpa de la traicionera acción del líder de Sol Negro, el desdichado parapeto viviente fue alcanzado, de lleno, por una violenta lluvia ascendente de esquirlas metálicas. Aunque su traje protector llegó a proteger gran parte del cuerpo, tanto su rostro descubierto, como sus brazos y piernas, quedaron afectados por una gran cantidad de minúsculas esquirlas metálicas recalentadas. Quizás, ninguna de esas heridas fuese tan profunda como para resultar mortal, pero sí eran, en cambio, capaces de provocar un dolor atroz. La víctima, cegada por completo y con la piel de su rostro agujereada, comenzó a gemir y a pedir auxilio a gritos, desesperada por el intenso flagelo que le producían las lesiones sufridas. Howard, aún tirado en el suelo, miró al herido con expresión asustada.

«¡Mierda! Ese pude haber sido yo», se dijo a si mismo mientras sus ojos contemplaban el destrozado rostro del herido.

Inmediatamente, preocupado porque el enemigo aprovechase el caos generado para irrumpir de pronto en el despacho, desenfundo su antiquísima pistola Luger y apuntó hacia la ventana para matar a cualquiera que osara asomar la cabeza. Pero aquella idea se vino abajo cuando se dio cuenta de que la visibilidad había desaparecido opacada tras una densa cortina de humo negro que se extendía con celeridad. El artefacto lanzado por el enemigo se encontraba, en esos momentos, girando sobre sí mismo, sin control, y despidiendo una gran cantidad de oscuro gas a presión. Al ver aquello, el teniente entró en pánico y, acobardado con la posibilidad de que convirtieran aquel despacho en un infierno de balas expansivas, gateó hasta su salida dejando al herido atrás. Sin embargo, al instante se dio cuenta de algo. Cuando ya se encontró a salvo y se hubo levantado, los continuos gritos de dolor del agente herido le hicieron reconsiderar su proceder. Consciente de lo desleal y cobarde que había sido el acto con que había salvado su vida, el pérfido oficial se asomó un instante por la puerta y la silueta del herido se perfiló ligeramente tras el espeso manto, aún translúcido, de humo. Entonces, su rostro adquirió un semblante sombrío.

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