Villa Triunfo | OT2018

XLVIII. La vida después

UN MES DESPUÉS

Uno pensaría que después de todo lo malo que había pasado el infierno había terminado, pero para algunos, recién acababa de empezar. Todo lo malo que Guix les había hecho ahora repercutía en sus vidas, para siempre. Uno tiende a pensar que cuando lo malo termina, sólo queda lo bueno, que todo se restablece. Borrón y cuenta nueva. Nada pasó aquí, a empezar de nuevo. Pero no era así, el campamento había acabado con cualquier rastro de su salud mental y de su vida en general. Ahora sólo quedaban pedacitos en el suelo esperando por volver a ser armados, pieza por pieza, hasta que lograran encajar, intentando ser una ilusión de lo que antes habían sido. Tal vez llevaría años, una vida entera o tal vez un jamás. Lo cierto es que nunca podrían encontrar un rastro de lo que una vez habían llegado a ser. En cierto punto, era una manera de fortalecerse, pero otro lado, les esperaba una vida llena de traumas y secuelas que experimentarían hasta su propia rendición.

Lo único bueno que se podían llevar de aquel campamento sería la conexión única e inexplicable que habían logrado forjar. Un nexo que conectaba sus almas para siempre. Algo que sólo ellos entenderían, que nadie sería capaz de romper. No importaba cuanto se alejasen, cuando se odiasen o se hicieran sufrir. Aquel vinculo permanecería suspendido en el aire, inerte, pero siempre allí. Porque son pocas las personas a las cuales podrían mirar a la cara y decir, "te entiendo, sé lo que has vivido". Sólo había dieciséis personas en el mundo que lo entenderían, que tendrían las mismas memorias y los mismos miedos. Sin contar que más de la mitad de ellos ya no se encontraban allí para apoyarles, pero de cierta forma, todavía podían sentirlas alrededor. Los difuntos eran como presencias, un soporte que les animaban todos los días a luchar, a no rendirse. Era una manera de homenajearlos. Vivir, por ellos, por todo lo que no pudieron ser. Sin duda, nunca olvidarían a las almas caídas en batalla. Nunca dejarían de tenerlos presentes, pero de cierta forma, debían aceptar que ya no estaban, algo que les costaba asimilar.

La despedida siempre había sido la peor parte. Decir adiós, siendo consciente de que nunca lo dijiste realmente. Nunca hubo una verdadera despedida, nadie les avisó que les arrebatarían a sus compañeros de las manos. Fue cruel, sin piedad, brusco. Aquella despedida sólo era un consuelo para sus propias almas. Un pedido desesperado de paz para aquellos que no tenían voz.

Alba observó todo a su alrededor. El parque, las flores lúgubres, el cajón y luego la gran foto que yacía enmarcada en un caballete. Miró a su alrededor, la gente vestida de negro, mirando al suelo. Era todo tan surrealista y cruel a la vez. Luego miró al cielo, las nubes grises que escondían al sol que buscaba asomarse. Escuchó llantos, lamentos, silencio. El silencio del luto.

Miró una vez más la foto que conmemoraba al difunto y que en ese momento se encontraban velando.

Su mente la transportó hace un mes, cuando los policías golpearon su puerta del motel y le dieron una de las peores noticias de su vida. La condujeron a la morgue sin decirle absolutamente nada, ignorando su creciente ataque de ansiedad y la obligaron a ver un cuerpo muerto. Lo más chocante fue ver quién estaba debajo de aquella sábana. Sintió ganas de vomitar, de gritar, de salir corriendo de allí. Afirmó que era quién ellos creían y dejó de pensar.

Ver aquel cuerpo muerto, de una persona que tanto quería y amaba fue el desencadenante para toda su tragedia. Salió de allí, llorando y pensando lo injusta que era la vida. Pero antes de abandonar el edificio, aquel dolor creciente en su pecho volvió. Y volvió de la peor forma, le impidió seguir, le hizo caer al suelo, en un dolor completamente inhumano, y perdió el conocimiento.

Despertó horas después, en una camilla de hospital y con una enfermera diciéndole que acababa de sufrir un infarto. A partir de ese momento, nada fue mejor.