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c a p í t u l o

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Afianza la mano a la suya y cruzan las calles a sus anchas, entretenidos en la planificación de la salida, puesto que el demonio piensa no sólo sacar al chico con el fin de hablar sobre el Armageddon. Beelzebub, cansada de la espera, cambia el color del semáforo usando sus habilidades demoníacas y el menor se sorprende y felicita la acción, las mejillas de la mujer se tornan rojizas como una manzana y le agradece queda. En la siguiente cuadra el niño le insta a caminar más rápido, le jala insistente y el demonio se queja, Mygga le sigue el aullido, mordiendo la correa amarilla y Perro mira todo con ojos aburridos, le parece más entretenida la idea de cazar algún animal -de preferencia un gato gordo y de pelaje anaranjado- y no seguir a su dueño y la señora infernal, aún no le halla gusto a la Tierra y los paseos.

—¡Me gusta eso! —señala el niño agitado y la mujer observa un establecimiento de helados.

El Señor de las Moscas cavila y comprende que también puede salir ganando.

—Sí, a mí también, cariño —dice y le guía al lugar.

Beelzebub atrae miradas por doquier, ciertos humanos que se cuestionan el género de ese ser, si es hombre por el esmoquin o mujer por los cabellos un largos y sobre los hombros o el suave color rosado en los labios finos, un maquillaje leve que eligió para arreglarse poquito. Tampoco quiere ser un mamarracho con Adán.

El chico que cobra le mira sonriente y lindo teniendo el mejor día de su vida —¡Su novia está embarazada!—, el demonio le sonríe de vuelta, remueve los bolsillos vacíos de su pantalón y le entrega la paga en monedas; la cara del contrario decae estupefacto y ella amplía sus comisuras, divertida. El chico tenía el mejor día de su vida, susurró Mygga a la consciencia del demonio y se rió con su dueña, y la clientela atrás se impacienta con los helados derritiéndose o perdiendo el sabor de las ganas, los postres de Adán y la mayor mantienen su consistencia por más de veinte minutos.

—Por un momento creí que iba a gritar —indica el niño y Beelzebub ríe complacida con su acto.

—Sí, Adán, lo sé.

La mujer acomoda la silla de Adán, después se sienta al frente. El saco negro tendido en el respaldo de la silla, las mangas blancas hacia arriba.

—¿Por qué lo hiciste?

Ella frunce el ceño y deja aparta su cono de helado; en su lista de "Cosas que odio y mil odio" —que abarca un total de casi TODO—, el dar explicaciones se suma.

—Debo mantener las apariencias, los demonios somos malos, mi niño —relata a medias.

En realidad debe un gran favor a Aamon y el único modo de devolverlo es implantando el parásito de la ira en alguien más, quizás aquel muchacho caiga o se resista, el punto es que lo intentó.

—¿Y haces eso siempre?

Ella, en los primeros siglos se esmeraba en causar grandes problemas para superar, aplastar y humillar al maldito de Crowley, recuperar su antiguo puesto de paso, después se rindió al no hallar resultados e inició pequeños problemas nada importantes y muy aislados que no aportaron mucho a la historia de la humanidad y que llena expedientes. Un poco de odio en algunos niños, rechazo escolar en otros, avaricia en políticos, deseos perturbadores en padres y madres, y nada más. Sí, hace tanto que no causa algo grande; lo último apenas se le atribuyó.

the perfect parents // ineffable bureaucracyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora