Parte 1

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Castillo Kinloch Tierras Altas, Escocia, Julio 1718

El sueño la despertó instantes antes de que el sitio comenzara. Serena Tsukino se incorporó con un jadeo y volvió su mirada hacia la ventana. Solo era un sueño, se dijo a sí misma, mientras luchaba por recuperar la calma. Más tarde, se daría cuenta de que el sueño fue una premonición, pero por ahora, estaba segura de que las angustias del sueño eran la causa del miedo anidado en su corazón.

Abandonando cualquier intento de volver a dormir, retiró las mantas, se sentó en el borde de la cama y alcanzó su bata. Se arropó con ella intentando combatir el frío del amanecer, mientras caminaba hacia la ventana de vidrio emplomado que dejaba pasar un débil rayo de luz desde el horizonte. Empezaba un nuevo día. Al fin. Cerró los ojos y, en silencio murmuró una oración que trajera de vuelta a su hermano Sammy. Los Tsukino necesitaban a su jefe, y si no volvía pronto y reclamaba lo que le correspondía por derecho, temía que cualquier otro pudiera hacerlo.

Ella misma había comprobado que la gente de la aldea no estaba contenta. Su doncella, cuya hermana estaba casada con el cervecero, se lo había dicho. Y después de ese sueño...

La alarma sonó de repente en el patio. Sorprendida por escucharla mientras el castillo aún dormía, Serena volvió a la ventana. ¡En el nombre de Dios! ¿Qué...? Volvió a sonar por segunda vez. Luego una vez más. El miedo recorrió como un rayo su sangre, sabía lo que quería decir la señal. Venía de la azotea y significaba peligro. Serena corrió hacia la puerta y la abrió de golpe. En un instante estaba subiendo a toda prisa las escaleras de la torre.

—¿Qué está pasando? —preguntó al guardia que paseaba de arriba a abajo en la fría mañana.

—¡Mire allí, Señorita Serena! —exclamó señalando. Se puso de puntillas y se inclinó sobre las almenas, observando las sombras que se movían en el campo bajo la tenue luz del amanecer. Un ejército avanzando desde el límite del bosque se aproximaba rápidamente. Algunos iban a pie. Otros a caballo.

—¿Cuántos? —preguntó ella.

—Doscientos, por lo menos —replicó él—. Puede que más.

—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó separándose del muro y mirando al guardia con sensatez.

—Unos cinco minutos si tenemos suerte. Ella giró y se encontró con la mirada de otro miembro del clan, quien emergió de las escaleras con un mosquete en las manos. Se detuvo, presa del pánico, cuando la vio.

—Nadie sabe de dónde han salido —explicó—. Estamos condenados. Debe escapar, Señorita Serena, antes de que sea demasiado tarde.

Repentinamente indignada, Serena de dirigió al hombre, le agarró de la camisa con sus puños y le sacudió con rabia.

—¡Si vuelve a decir algo semejante, señor, tendré su cabeza! —Ella se giró hacia el otro guardia—. Vete a avisar al mayordomo.

—Pero...

—¡Hazlo! No tenían líder. Su padre estaba muerto, y su actual comandante era un borracho que ni siquiera se encontraba entre los muros del castillo, sino que pasaba las noches en el pueblo desde la muerte de su padre. Como su hermano aún no había regresado del continente, solo podían contar con el mayordomo, quien era un as con los números y los libros, pero no era un guerrero.

—¿Tu arma está cargada? —preguntó ella al nervioso miembro de su clan

—. ¿Tienes suficiente pólvora? —Sí. —¡Entonces, apunta al objetivo y defiende la puerta!

Se apresuró a cubrir su posición, mientras ella miraba debajo de la muralla, donde sus hombres estaban reunidos en respuesta a la alarma. Las antorchas estaban encendidas, pero todos estaban confundidos, preguntando demasiado.

—¡Clan Tskino, escuchad! —gritó ella—. ¡Un ejército se está aproximando por el este! ¡Nos atacarán muy pronto! ¡Armaos y tomad posiciones en las almenas! - Durante un silencioso momento, todos los ojos se centraron en ella. Fue cuando se dio cuenta de que aún estaba en camisón.

—¡Tú! —apuntó hacia un muchacho—. ¡Consíguete una espada! Reúne a todas las mujeres y los niños y llévalos a la capilla. Cierra las puertas y permanece con ellos hasta que la batalla termine. El chico asintió valientemente y se dirigió a la armería.

—¡Son Chiba MacDonalds! —gritó un guardia desde la torre opuesta. Serena agarró su camisón y corrió a encontrarse con él. —¿Estás seguro? —Si, mira allí. —Apuntando hacia el campo que ahora brillaba con bruma y rocío, señaló el estandarte. —Llevan el emblema de Darien "El León".

Serena había oído historias sobre Darien Chiba MacDonald, el renegado hijo del caído jefe MacDonald, quien una vez había sido el Laird de Kinloch. Era un traidor Jacobita, por esa razón, el Rey había otorgado al padre de Serena, como pago por sus servicios a la Corona, el derecho de tomar Kinloch. Había quien decía que Darien era el infame "Carnicero de las Tierras Altas", un renegado Jacobita que hizo pedazos al ejército inglés con su legendaria hacha de Guerra. Otros decían que no era más que un villano traidor, que fue desterrado por su propio padre por algún secreto e innombrable crimen. De cualquier forma, tenía una reputación de orgulloso y fiero guerrero, más rápido y más feroz que un Berserker en el campo de batalla. Algunos decían que era invencible. Al menos, eso sí parecía cierto; era un experto con la espada, y mostraba si impiedad a los guerreros y a las mujeres por igual.

—¡En el nombre de Dios! ¿Qué es eso? —preguntó ella inclinándose para mirar con los ojos entrecerrados, mientras una terrible sensación de déjà vu la atravesaba. Es una catapulta, y sus caballos están tirando de un ariete. Se escuchaba el pesado murmullo de un trueno a medida que se aproximaban, al mismo ritmo que su corazón en el pecho.

—Estás al cargo hasta que vuelva —le dijo al muchacho—. Debes defender la puerta. No importa el costo. Él asintió en silencio. Ella le palmeó el brazo para infundirle valor, luego se apresuró a bajar las escaleras. Segundos después, estaba atravesando la puerta de su habitación. Su doncella esperaba inquieta al lado de la cama.

—Nos atacan —dijo Serena sin rodeos—. No tenemos mucho tiempo. Debes ayudar a las demás mujeres y a los niños. Vete directa a la capilla y permanece allí hasta que esto termine. —Sí, Señorita Serena —contestó apresurándose hacia la puerta.                                                           

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