Parte 13

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Esa noche después del banquete, Serena permanecía en la cama, todavía considerando la inquietante conversación que había tenido con su prometido. Él afirmó que no tenía intenciones de usar Kinloch en otra rebelión jacobita. Ella no estaba segura, no obstante, que él estuviera diciendo la verdad. Además él no creía en el amor romántico. No es que ella tuviera alguna extravagante idea de que su matrimonio sería algo más que un acuerdo político, pero ella había esperado que en algún lugar en su pasado, él podría haber sentido cariño por una mujer, o por lo menos entendiera el sentimiento en otros.

Con cada palabra o gesto, sin embargo, él confirmó su inicial impresión sobre él, que él era un instrumento de guerra, una espada con filo de acero, y su corazón estaba hecho de piedra.

Aunque... había una cosa que había aprendido esta noche lo cual indicaba una insinuación de compasión en algún sitio en el oscuro abismo de su alma. Él había insistido en darles tiempo a las viudas Tsukino para llorar a sus maridos muertos antes de que algún miembro del clan MacDonald pudiera hacer avances sobre ellas. ¿Había venido esa orden directamente de él? Se preguntó. ¿Había sentido alguna compasión por su difícil situación? ¿O había venido la idea de su primo Nicolas? Al menos ese hombre parecía acostumbrado a la mente femenina. Él había sido comprensivo con su miedo cuando la escoltó a la habitación esta mañana, y él ciertamente había sabido como dedicarse a encantar a su madre. Darien, por el otro lado, no tenía interés en encantar a nadie. Era más como un mazo cuando se trataba de conseguir lo que quería. Un golpe sonó en la puerta en ese momento, y ella se sentó en la cama, asustada a medida que trataba de ver a través de la oscuridad

—¿Quién está ahí? La puerta se abrió chirriando, y sin esperar por una invitación, su prometido entró a la habitación, llevando el candelabro plateado del aposento de su padre. Aunque eso pertenecía a Darien ahora. Todo le pertenecía. Incluso ella. Él colocó las velas sobre la cómoda, cerró la puerta, cerrándola detrás de él, después, lentamente, se acercó al pie de la cama. Serena lo observó en inquietante silencio.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella. Él avanzó con indiferencia alrededor de la cama, mientras la luz de la vela captaba los tonos azulados en su cabello ondulado.

Serena luchó por reprimir la alarma. ―Prometiste dejarme sola hasta la noche de bodas. Por favor, vete.

―No, prometí dejar que siguieses virgen. No prometí dejarte sola. Y ahora estoy aquí, y me voy a quedar, tanto si te gusta como si no.

Ella frunció el ceño. ―Si voy a ser tu esposa, al menos podrías intentar ganarte mi afecto.

―No estoy interesado en tu afecto, muchacha. Esa es la última cosa que quiero de ti. ―Realmente era un hombre sin corazón, interesado solo en una cosa, el poder sobre otros. Y quizás un poco libertino, por otro lado.

―No, solo me quieres para satisfacer tus vulgares deseos. Pero soy una mujer con pensamientos independientes y sentimientos. No soy un perro al que puedas ordenar.

―Pronto serás mi esposa, muchacha, y me obedecerás porque soy el amo y señor aquí.

―Eres el Laird de Kinloch, no el Laird de mi cuerpo. Y aun no soy tu esposa, así que te lo diré otra vez. Por favor, deja mi dormitorio.

Se desplazó a un lado de la enorme cama y empezó a tirar de las sábanas. Ella las apretó contra el pecho, rehusando dejar que se las arrancase.

―Creo que tú eres la única que olvida las promesas que nos hicimos el otro día ―dijo él―. Diste tu palabra de que serías amable conmigo hasta la noche de bodas. Así que aquí estás, insultando mi carácter y llamándome vulgar. ―Tiró fuerte de las sábanas.

―Vete ―le contestó mientras apretaba los dientes.

Él usó ambas manos, como si fuese un frívolo juego de tira y afloja, y estuviera determinado a ganarlo. Tiraron una y otra vez durante unos segundos hasta que Serena supo que era inútil continuar. Sus manos eran demasiado grandes y sus piernas demasiado fuertes, apoyado firmemente en el suelo. Efectivamente, antes de que pudiese protestar, la colcha se retiró de la cama y la lanzó por detrás de él. Vestida solo con las enaguas, Serena abrazó las rodillas contra su pecho.

―Eso está mejor ―dijo él, mirándola fija y acaloradamente.

―No me gusta cuando luchas contra mí.

―Bueno, será mejor que te acostumbres a ello, por qué no tengo intención de ofrecerme simplemente a ti en una bandeja de plata. Él se sentó en el borde de la cama.

―¿Por qué estás aquí? ―le preguntó―. ¿Por qué no puedes dejarme sola?

―No podía dormir.

―Yo tampoco, pero eso no me da el derecho de pasear de acá para allá por el dormitorio de la gente, forzándolos a compartir mi desvelo. Siempre estaba tan serio, tan sombrío, enfadado y amenazador. Aun no lo había visto sonreír o mostrar alguna calidez. Incluso si cerraba los ojos, no podía imaginarlo.

―Pasear de acá para allá ―dijo

―¿Eso es lo que hago?

―Si. ―Él miró con indiferencia alrededor de la habitación, que estaba iluminada solo por las velas que había traído con él, y un pequeño cuadrado que brillaba por la luz de la luna que entraba por la ventana.

―Una vez este fue mi dormitorio, antes de que me echasen. ―Quedándose desconcertada por las noticias, metió los pies descalzos bajo el dobladillo de la enagua.

―No lo sabía, supuse... ―¿Qué?

―No lo sé. Nunca pensé cuál era tu dormitorio. ― ¿Había dormido allí cuando era pequeño? No podía imaginárselo. El corazón le latía muy deprisa, y cuando no dijo nada más, se sintió obligada a divagar.

―Cambiamos la ropa de cama ―le contó―. Aparte de eso, todo es lo mismo. El mobiliario, la alfombra... Él miró la alfombra trenzada y la ropa de cama que estaba hecha un montón allí encima, y continuó sentado en silencio. ¿Qué demonios quería?

―Por supuesto, puedo cambiarme a otra habitación si deseas volver a ésta ―sugirió, preguntándose si era por eso por lo que había venido―. Hay una habitación justo debajo de esta.

―No, esa será la habitación de mi hermana. Ahora estoy ocupando el cuarto de mi padre.

―¿Tienes una hermana? ―eso era una sorpresa.

―Tenía. Ahora está muerta. ―Alcanzada por el tono brusco, Serena suavizó el suyo.

―Siento oír eso. ¿Cuánto tiempo hace? ―le preguntó cuidadosamente.

―Hace unos años. ―Él miró a otro lado.

Luchando aun con el nervioso aleteo de mariposas en el estómago, Serena se sentó muy quieta, esperando que simplemente se aburriese con la conversación y decidiese dejarla por sí mismo. Sin embargo no fue tan afortunada. Despacio, él se giró en la cama y se estiró sobre la espalda a su lado. Cruzó las largas y musculosas piernas por el tobillo y puso un brazo la cabeza, mientras el otro descansaba a su lado.

Tomó nota del hecho de que no estaba armado. Sin espadas, cuchillos o pistolas colgadas del cinturón. Aunque eso solo la hizo más consciente de lo enorme que era, sus ojos eran libres de viajar a lo largo de él desde los grandes pies enfundados en las botas y los gruesos muslos bajo el kilt, hasta el torso musculado y el pecho. La posición del brazo torcido acunaba la cabeza en la almohada, acentuando los increíbles músculos de los brazos y de la colosal anchura de los hombros. Cada nervio de su cuerpo zumbaba con la misma mezcla de miedo y fascinación que había sentido aquella mañana. Y el hecho de que estuviese tumbado allí tranquilamente, sin tocarla o sin una violencia amenazadora, significaba que no estaba todo perdido para ella. 

Reclamada por elDonde viven las historias. Descúbrelo ahora