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Izuku Midoriya amaba pintar.

A pesar del dolor intenso que le causaba alcanzar el pincel y lograr un trazo bien definido sobre una superficie plana, él realmente disfrutaba tener sus dedos rígidos manchados con pintura. 

Le encantaba llenar de colores la casa que compartía con su pareja, aunque ya no hubiera muchos lugares donde pintar. Todos los muebles, ventanas, papeles, paredes y puertas ya estaban cubiertos de pintura en aquel hogar donde Izuku había pasado gran parte de su vida. 

Recordaba aquella vez en la que pisó por primera vez la casa, la cual parecía estar privada de alegría y vitalidad. Izuku se enorgullecía de cada pequeño trazo que había realizado desde entonces. Todos ellos le traían recuerdos a su mente cansada, y era como ver su propia historia contada en pinceladas. 

A veces... sólo a veces pensaba en cómo hubiera sido su vida si no estuviese enfermo, pero era algo que sólo lo atormentaba cuando Katsuki lo dejaba sólo en la casa. Apenas el rubio volvía con él, Izuku sabía que había logrado muchas cosas en su vida, aún estando enfermo. Su artritis reumatoide no le había impedido conocer a su esposo, no le había impedido seguir pintando ni tampoco construir un hogar. No le había impedido hacer amigos, ni tampoco seguir viendo por la ventana el paisaje, y estaba profundamente agradecido por eso.

Y es que Izuku tuvo muchas oportunidades de rendirse a ser feliz. Podría haberse quedado en la casa de su tía para siempre, o podría haber dejado de querer pasear por el pueblo. Podría haberse quedado quieto en vez de entrar a la tienda en donde amaba ver pinceles que nunca compraba, y podría haber ignorado a aquel gruñón hombre rubio que ese día ingresó al lugar en busca de alguien que limpiara su casa. Podría haber ignorando sus ganas de obtener un trabajo que le ayudara a independizarse, y podría haber huido ante los malos tratos de Bakugo Katsuki.

También podría haber huido de sus propios sentimientos, aquellos que habían surgido misteriosamente y que le habían impedido alejarse del de ojos escarlata. Podría haber elegido no compartir su pasado, su presente o su futuro con él, pero Izuku simplemente había visto algo que no muchos notaron en Katsuki. Había conocido sus inseguridades, sus penas, sus alegrías y todo aquello que el rubio no quería enseñar. Se había quedado a su lado convencido de que había mucho más tras aquellos ojos llameantes de rechazo, y su recompensa había sido fabulosamente hermosa. 

Izuku nunca se había rendido ante las cosas que quería y deseaba hacer en su vida, y por eso podía afirmar, a pesar del dolor que últimamente no le dejaba ni ponerse de pie, que era plenamente feliz.

Lo único que le hubiera gustado tener era más tiempo, y es que sentía que no había terminado de expresar todo lo que quería decirle a Katsuki. Sentía que aún había muchas más flores por pintar, y en verdad... en serio no quería perderse los paisajes de primavera que ya estaban cercanos a mostrarse a través de la ventana.

Por desgracia... Izuku supo que su tiempo se había acabado cuando, aquella noche en la que pintaba sentado junto a la ventana, sintió un profundo y agudo dolor en el pecho. Uno muy diferente a todos los dolores que había sentido en su vida. 

Tuvo que arquearse hacia delante, buscando desesperado alguna otra posición que le permitiera respirar, pero su pecho dolía tan agudamente que de repente ni siquiera pudo seguir sosteniendo su pincel. Soltó un quejido ahogado, cerrando sus párpados con fuerza, y no tardó en escuchar la voz de Katsuki llamándole.

-¿Deku?- El rubio se levantó de su silla al ver que el peliverde tenía problemas para respirar, y luego se apresuró a acercarse cuando en verdad Izuku parecía próximo a caerse.- Deku... Izuku tranquilo, ¿qué tienes?- Sostuvo su rostro pecoso entre sus manos, asustado al escuchar los quejidos altos que habían comenzado a salir de su boca desesperada por reunir aire.

-Deku- [Bakudeku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora