Capítulo 22

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Fue justo a la mañana siguiente cuando Harry despertó en Las Vegas y más que nunca tuvo claro que ese era su lugar. Y no se refería a la ciudad.

Su lugar era la persona que le susurró en el oído mientras apretaba suavemente su brazo para decirle que tenía que marcharse a trabajar. Era la persona que accedió a quedarse cinco minutos más cuando la voz ronca y somnolienta de Harry se lo pidió.

Era la que estuvo aprovechando cada segundo que tenía libre para mandarle un mensaje desde su trabajo mientras Harry pasaba la mañana revolviéndose en el lado de la cama que aún olía a él, y la que pospuso una reunión para poder volver a casa antes de tiempo en cuanto Harry le dijo que había conseguido preparar un almuerzo para ambos con las escasas provisiones que encontró en su alacena.

Su lugar era Louis. La persona de la que Harry había enamorado sin querer.

Pero donde estaba Louis no estaba su vida, ni su trabajo, ni sus problemas. Todo eso seguía en San Francisco, así que, después de un fin de semana lleno de besos, de sexo y de sonrisas ilusionadas, Harry se vio obligado a tomar un avión de vuelta a casa.

Una vez en ella descubrió que allí ya no quedaba rastro de Elliot. Que ahora solo había un hueco vacío en el armario, un espacio libre en la cama, y un piso solitario que hace mucho que dejó de sentir como un hogar.

Pero no le importó. Porque desde que se marchó de Las Vegas, Harry dejó de querer otra cosa más que tomar cuanto antes un avión de vuelta. O que todo lo que realmente amaba de Las Vegas tomase un avión hacia San Francisco.

Sin embargo, pasó un mes completo hasta que Harry volvió a ver a Louis.

En persona, claro. Porque durante todo ese mes las charlas por FaceTime cada noche antes de dormir comenzaron a convertirse en una costumbre tan agridulce como los mensajes de buenos días que intercambiaban cada mañana.

Y decía agridulce porque Harry adoraba esos mensajes, pero un par de frases en la pantalla de su teléfono apenas eran nada en comparación a despertar cerca de su cuerpo desnudo y ser capaz de percibir el gris de sus ojos convirtiéndose en azul durante los primeros minutos de la mañana.

Así que, tras todo ese largo mes estando tan lejos del otro, Louis aterrizó en San Francisco para quedarse todo el fin de semana, y Harry le obligó a prometer que iban a cumplir una regla.

Sabía perfectamente que la distancia era uno de los mayores contra que existía entre ambos, pero, siendo honestos, nunca pensó que le resultaría tan complicado como terminó siéndolo. Así que puso límites.

No más de dos semanas separados.

Y como solían echarse mucho de menos, comenzaron a cumplirlo estrictamente desde el primer minuto en el que lo prometieron. Cada dos semanas uno de los dos subía a un vuelo en dirección al otro, pasaban todo un fin de semana dedicado solo a ellos, y luego se despedían en el aeropuerto para volver a esperar a que pasasen otras dos semanas.

Exceptuando las Navidades de aquel año, época en la que la madre de Harry firmó los papeles de su divorcio y decidió que la mejor manera de llenar el vacío que Desmond iba a dejar en la mesa aquella noche buena, era invitando a la persona de la que su hijo no había dejado de hablar desde el final del verano.

Así que Louis conoció a su familia, y Anne llevó a la mesa un pastel decorado con un veintinueve de velas rojas, porque Harry jamás olvidó la fecha de su cumpleaños desde que aquella chica en la oficina de licencias le dio sus datos para poder encontrarle.

Fue también una mañana durante esas mismas Navidades, cuando Louis recibió un mensaje sospechoso y acto seguido abandonó la cama en un salto, arrastrándole junto a él a la fuerza y corriendo hacia el salón para encender la televisión.

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