Belleza en estado puro. Perseguirla era mi objetivo en la vida, y buscarla por lo largo y ancho de todos los mundos posibles era rutina para mí. Sobre todo, disfrutaba buscarla en humanas hermosas. Debo decir que en la tierra pueden encontrarse más mujeres bellas que dioses vanidosos en el Olimpo.
Desde mi más tierna infancia, siempre fui muy enamoradizo. Pero encontrar belleza en alguien que no fuera plenamente conciente de tenerla o que no la usara a su provecho era muy difícil. La belleza es común; pero la belleza sin vanidad ni orgullo, una verdadera rareza. Ninguno de mis amigos o hermanos entendía mi extraña fascinación con las humanas. Es que realmente era extraño que un dios del Olimpo se fijara en los seres mortales como algo más que una forma de pasar el tiempo. Especialmente si ese dios era hijo de dos dioses olímpicos: Afrodita, diosa del amor, y Ares, dios de la guerra.
De la descendencia de Afrodita generalmente sólo se menciona al maligno y engañoso Eros o Cupido, pero poco se dice de mí y mis demás hermanos. Cupido siempre había tenido la predilección de mi madre, quien lo escondió para salvarlo de la furia de Zeus cuando este dimensionó los desastres que ese niño travieso y malicioso podía causar en los corazones de dioses y mortales. Mientras mi madre simulaba la desaparición de su primogénito, mis hermanos y yo fuimos relegados a un segundo plano. Esa era la razón por la que mi hermana Harmonía y yo bajamos a la tierra. Hartos del desinterés que nuestra madre mostraba hacia nosotros, nos refugiamos en la vida mundana de los mortales.
Y no era únicamente debido a haber sido ignorado por mi madre a causa de él que odiaba a Eros. La verdad era que mi hermano era arrogante y se divertía a costa de sus flechazos mal dirigidos, los cuales creaban confusión e infelicidad entre enamorados, quienes casi siempre terminaban siendo no correspondidos. Sus pasatiempos favoritos eran jugar con los sentimientos de mortales e inmortales, crear enredos y confusiones, y verlos sufrir por amor. Sus flechas nunca presagiaban nada bueno. Así ocurrió cuando Eros flechó a Apolo, dios de la música y la poesía, como venganza por burlarse de sus habilidades con el arco, haciéndole enamorarse de la ninfa Dafne. ¿La peor parte? Mi hermano disparó una flecha de plomo a Dafne, haciendo que su corazón se llene de odio y rechazo hacia Apolo. El resto es historia conocida: Dafne le rogó a los dioses que le permitieran escapar del insistente Apolo que no se rendía ante sus negativas, ante lo cual los dioses no tuvieron mejor idea que convertirla en un árbol de laurel. Qué idea más ridícula. Así, mi hermano logró que Apolo pasara el resto de su vida lamentándose y que la bella Dafne sea transformada en un integrante del mundo vegetal. ¿Y adivinen qué? Nadie nunca se lo hizo pagar. Increíble.
Para mí, en cambio, todo se trataba del consentimiento y la correspondencia de sentimientos. Entendía que el amor y la pasión no podían prosperar a menos que fueran acompañados por una cierta madurez y un fuerte compromiso. Mis flechas nunca estuvieron dirigidas hacia nadie que no hubiera mostrado antes algún interés por su futuro enamorado, y siempre me aseguraba de que sus sentimientos fueran correspondidos antes de hacer el disparo. La única vez que me dejé guiar por mis pasiones fue cuando vengué la muerte de Timágoras. Todavía podía recordarlo. El pobre Timágoras fue flechado por Eros para enamorarse del ateniense Meles, un hombre perverso que para burlarse de su amor, le ordenó a aquel que se arrojara de un precipicio. Cegado por la ira que me produjo ver las malas acciones de mi hermano y el acto vil y cruel de Meles, usé mi poder para hacer que este sintiera tal remordimiento que terminó arrojándose del mismo acantilado. Mi accionar no tuvo excusas, y ha sido siempre mi mayor remordimiento. Pero, a pesar de que cometí un acto tan lleno de odio una única vez en mi vida, ese día me hizo ganarme la categoría de dios vengador. Fue esa otra de las razones que escapé hacia el mundo de los mortales. Por más que hubiera intentado enmendar mi error de todas las formas posibles, los demás dioses nunca me permitieron olvidarlo.
Como hijo de dos dioses olímpicos, mis poderes eran prácticamente imparables. Uno de mis favoritos era la capacidad de transformarme en los cuatro elementos terrenales: agua, tierra, aire, fuego. Bastaba con desearlo para pasar a tener la consistencia de alguno de ellos, y poder de esa forma hacerme presente ante los mortales sin ser reconocido.
De estas morfologías, mi favorita era la del agua, ya que me permitía correr a través de los cuerpos de mis enamoradas cuando bailaban bajo la lluvia, y deslizarme dentro de sus resecas gargantas cuando querían saciar su sed. No quería relacionarme con ellas en mi forma corporal (ya había aprendido los problemas que ese tipo de contacto podía causar tanto para los dioses como para los humanos viendo las andanzas de Zeus), por lo que me bastaba con observarlas y traerles momentos de placer a través de los elementos naturales. De algo estaba seguro: ellas sentían mi contacto amoroso en esos momentos. Cuando se producía el contacto de, por ejemplo, el agua contra su piel, podía sentir su adrenalina subir y la incertidumbre surgir en sus mentes. Sonreían levemente y su ritmo cardíaco aumentaba , pero de forma tan discreta que nadie aparte de mí o ellas podía notarlo.
Como dije, el consentimiento era fundamental para mí. Es por eso que siempre iniciaba mi acercamiento de forma cautelosa, dejando caer quizás primero una sola gota, para ver cómo cada una lo recibía. Mi contacto iba creciendo de forma gradual y cuidadosa, asegurándome de que la muchacha en cuestión se sintiera cómoda ante las emociones desconocidas que empezaban a inundarla y buscando signos de que también deseaba vivir la experiencia. Pero, a pesar de mi extrema precaución, algunas veces las humanas con las que me relacionaba terminaban reaccionando de formas inesperadas, por lo cual nunca me permitía a mí mismo vincularme con ellas por más que durante un breve momento, y me iba antes de que alguien salga lastimado. Eso fue hasta que conocí a Chiara.
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El hermano de Cupido
RomantizmAnteros es un joven dios al que le gusta relacionarse con mujeres hermosas bajo la forma de elementos naturales. En una de sus exploraciones conoce a Chiara, una muchacha sensible de la cual se enamora, lo cual lo obligará a atravesar una serie de p...