Intro

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«Las palabras nunca han sido mi fuerte

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«Las palabras nunca han sido mi fuerte. Y tú me dirás que estoy bromeando, que es mentira, que no invente cosas que no son.

Dirás, también, que nadie tiene un poder como el mío, ese de transfigurar un mensaje concreto en otra cosa, como si fuese un alquimista, un mago, un ilusionista que hace lo que es y lo que no es a la vez, engañando a simple vista por medio de la falsificación.

Solo eso podría decir de mí mismo: soy un falsificador. En todo caso, el falso soy yo, todo yo, nadie más que yo.

No soy quien digo ser ni soy quien soy en realidad. Solo soy un disfraz que deambula por la escuela, el barrio y el ciberespacio, oculto detrás de caracteres y apariencias completamente ilusivas, falsificadas, trucadas, alteradas, aparentes, disfrazadas, todas engañosas, todas manipuladoras.

Y todos creen en lo que quieren creer.

Todos caen, ciegos, estupidizados, ante la imagen de lo que no ven enserio, de lo que no está en realidad. De lo que se muestra a simple vista sin mostrarse por completo, solo entre borrones y rasguños de realidades malinterpretadas, como las canciones, como los poemas, como las novelas, como los cuentos.

Todos caen porque quieren caer, y ya.

Las palabras nunca han sido, ni serán mi fuerte, sin importar lo mucho que te pongas en contra.

Ceder es algo que se me da natural, pero por engaño, porque nunca cedo en realidad: solo les dejo ver, entre luces, aquello que creen desear justo antes de meterme de nuevo, pero sin decir nada, sin tocar nada, pero sí tocándolo todo, y nadie se da cuenta nunca.

Ni tú te percataste de eso, amor mío, cuando en un principio te dejé llegar. Porque yo buscaba algo de ti, deseaba algo de ti, necesitaba algo de ti.

Ese algo terminó siendo otra cosa muy distinta, alterna, confusa, iridiscente, frágil, sumisa, patética, ruin, falsa, falsa, falsa como yo, como cualquiera, como ninguno.

Y no te percataste de eso en lo absoluto.

No te percataste, tampoco, de otras tantas cosas, de tantas veces, de tantas despedidas.

De tantos adioses y adioses que te dejé impregnados en los labios en las no sé cuántas veces que me dejé besar cuando no quería. Pero sí quería. Pero no me dejaba.

Me negaba y te alejaba, porque el rechazo parecía gustarte y yo lo hacía muy a menudo para así tenerte siempre, para así besarte siempre, para así tocarte siempre.

Entonces me tocó hacer la despedida verdadera, la última, la real, la definitiva, la que lleva mi nombre, que también es tu nombre de cierto modo.

Me tocó hacer una despedida que nos aleje lo suficiente, lo demasiado, como para que puedas finalmente volar lejos, porque lo mereces, porque lo necesitas, porque ya no me necesitas, aunque yo te necesite en desespero.

Pero no tengo cura.

No tengo remedio.

No tengo solución, solo el final.

Prometo no llorar, amor de mi vida, por las lágrimas que derramarás luego por mi nombre.

Prometo no borrar de mí rastro alguno de tus visitas, porque las llevaré conmigo hasta donde el tiempo no transcurre.

Las llevaré hasta donde las variables del destino se acompasen en un vals eterno y se abra paso entre las verdades que se distribuyen más allá de esta vida, mientras te espero en la otra vereda del existir.

Te extrañaré como sé que me extrañarás mientras te espero en la ausencia.

Teñiremos los cielos de colores más brillantes, de colores más vivos, de colores que lleven tu nombre y el mío.

Andaremos de manos tomadas, de dedos cruzados, con miradas eternas y besos siempre cálidos, porque en esta vida no queda otra cosa más que el desespero, pero no en el fin.

Y es mi turno, porque así debe ser, de alcanzar el fin para tener, entonces, un comienzo.

Tú volarás. Volarás alto, muy alto, y yo no estaré ya contigo. No estaré contigo hasta llegada la hora de nuestro reencuentro, hasta llegado el momento de volvernos, una vez más, el uno del otro, el uno con el otro, el uno para el otro.»

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No solo las aves tienen alas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora