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¿La conocí en persona? Ella a mí sí

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¿La conocí en persona? Ella a mí sí. Yo, en realidad, no llegué a conocerla como se conoce a cualquiera. Hasta eso, entre nosotros, fue distinto, reservado e inusual.

Su rostro, para mis ojos, solo era real tras la pantalla porque solo por ahí podía verla, reconocerla. Mi rostro, en cambio, era blanco de sus miradas desde un anonimato de agente secreto, porque nuestras citas fueron como sacadas de películas de acción.

Nos citábamos, al menos, una vez a la semana para "vernos" en el centro comercial más grande, más poblado y, por supuesto, más cercano. Teníamos todas las opciones cubiertas al dirigirnos al Central, que es, en cuestión, el foco de atención de todo mundo.

En fin, ahí nos encontrábamos, aunque nunca nos topamos el uno con el otro. Ella siempre sabía dónde estaba porque yo la guiaba a encontrarme mientras yo, por otro lado, no tenía ni idea de dónde se encontraba, cómo iba vestida, si estaba o no acompañada.

Todo ocurría vía celular. Nos escribíamos y esa era la cita. Ya lo sé, ya lo sé, no tienen que mirarme como a un retrasado: fui demasiado crédulo, demasiado estúpido, demasiado de todo cuanto puedan estar pensando de mí justo ahora, pero yo estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para conocerla.

¿Y si todo era una farsa? Lo pensé muchas veces y mis otros amigos habían considerado esa una posibilidad demasiado tangible.

No les hice demasiado caso.

No iba a hacerle caso alguno a nada ni a nadie hasta comprobarlo con mis propios ojos, sujetar la verdad entre mis manos y constatar que cada cosa es lo que debe ser.

Pero Silvana tenía sus propios planes también. Si los míos eran unos, los de ella eran, a lo sumo, una contraposición a los míos: un cóctel ilusorio del que bebería sin dar vuelta atrás las decisiones que tomaría, a mediano y largo plazo, mientras yo me enamoraba más y más de ella, fuese quien fuese.

Estaba perdiendo el control por completo. Y todo esto ocurrió en dos temporadas por separado: la primera, durante las vacaciones, cuando la conocí por internet; la segunda fue durante las clases, tiempo después de haber dejado de ser maltratada por su bestial padrastro.

Los tiempos concordaban, a veces, con demasiada sincronía, como si una especie de conmoción cósmica me apremiase mis cambios en la escuela, y mi buen comportamiento se volviese, entonces, en la sacra respuesta para acortar distancias entre Silvana y yo, a la vez que me deshacía de una puta vez del monstruo que había sido siempre.

El muchacho raro me parecía más raro cada vez, sobre todo cuando, a veces, lo sorprendía mirándome a la distancia. Siempre imaginé que se trataba de un triste y patético resentimiento en mi contra conservado por él, al igual que por muchos otros, luego de mis golpizas.

Descubriría, gracias a ello, mis errores con el tiempo. Y eso es ya decir demasiado hacia adelante, así que volvamos al momento correcto.

Las cosas con Silvana iban demasiado bien. Eran demasiado perfectas muy a pesar de lo extraña que era toda la situación. Todavía no le había dicho nada respecto a eso, cosa que me tragaría de un día para otro cuando ella, sin más, empezó a tener actitudes erráticas respecto a todo.

Todo surgió de la nada a mediados del mes de diciembre. Ella se desaparecía por días enteros y no contestaba ningún mensaje nunca. En las redes se había vuelto un fantasma y su móvil no reaccionaba. Parecía haber sido desactivado o algo por el estilo, no lo sé.

Se despidió de mí una tarde, casi a finales de enero, sin siquiera encender la cámara. Era la primera vez que daba señales de vida desde aquel entonces. Era la primera vez que me cuestionaba profundamente respecto a la vida, a los problemas, a la gente.

Cuestionaba también muchas cosas sobre ella, sobre mí, sobre las casualidades que nos habían arrinconado a ambos lados de una línea imaginaria que partía de cero, que comenzaba a alcanzar límites estratosféricos inimaginables y que, palabra a palabra, mientras cantaba su singular adiós, me hacía sentir menos que nada.

Entonces ocurrió lo que ocurrió. Fue durante la primera semana de febrero, en el transcurso de un jueves cualquiera, mientras yo todavía me preguntaba sobre Silvana, porque no lograba arrancarla de mi cabeza.

En los pasillos, no sé qué hora era, había demasiado revuelo, demasiado alboroto y yo no me había dado cuenta todavía del porqué. Tampoco le presté demasiada atención en un principio y todo a causa de Silvana, todo a causa de un amor cobarde.

No sé qué o quién me hizo reaccionar en aquel momento, precisamente, cuando sacaban a la carrera un pequeño y afeminado cuerpo bañado en sangre. Todos murmuraban. Todos preguntaban sobre quién podía ser y se miraban las caras unos a otros esperando no fuese uno de los suyos.

Al final no había sido nadie.

Al final, cada quién volvió los ojos a sus asuntos y se olvidaron de aquel pequeño y extraño muchacho sin voz, se olvidaron de aquella extraña mirada fantasmal, de aquel monstruo silencioso.

Por alguna razón, luego de toparme con su imagen ensangrentada, volqué por completo mis pensamientos hacia él. Silvana fue, de momento, un motivo motor: si la pensaba a ella, lo recordaba a él de algún modo no tan indirecto.

¿Qué razones tenía yo para pensar en él? El miedo, quizá, de que la despedida de Silvana, de que aquel adiós fuese, de hecho, el preámbulo a un acto similar.

Yo estaba seguro de una cosa: no tenía la menor idea de nada, la menor idea de nadie, siquiera de mí mismo. Y ahora pensaba también en el fantasma, en el otro monstruo.

 Y ahora pensaba también en el fantasma, en el otro monstruo

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No solo las aves tienen alas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora