Había, entre él y yo, una distancia tangible y para nada disimulada. Había, también, un intercambio incómodo de miradas donde yo expresaba, sin vacilaciones, la verdad verdadera de mis intenciones: lo quería.
Por su parte, en medio de aquella incomodidad, en medio de aquel intercambio, su mensaje parecía no variar demasiado entre el desprecio, el asco y una siempre reiterada advertencia. Pero nunca entendí del todo, en ese momento, la razón de sus respuestas.
Una mirada es una mirada y las suya era siempre clara, cristalina, como agua en un manantial virgen.
Una mirada es solo eso cuando no hay palabras o intenciones ocultas detrás, pero entre nosotros habían demasiadas cosas que no habían sucedido enserio, pero que sucedieron de todas formas más allá de las márgenes de una realidad tangible, común y corriente.
Él se había enamorado de mí, tan solo de una parte porque, de resto, solo era una fachada, un disfraz, un alguien falso que dio la cara por mí sin ser yo mismo, aun siendo yo mismo de todas formas.
Pobre Silvestre.
Pobre de mí.
Pobre de ambos que yacíamos atrapados en un desolado y enfermizo juego, un juego sin casillas ni dados, sin turnos ni recompensas: solo dudas y más dudas, mentiras y más mentiras, lamentos y más lamentos.
¿Había culpables reales detrás de todo eso? Además de mí y mis decisiones inauditas ¿había alguien que cargase con el peso culposo de un pecado sin rostro, de una farsa sin nombre propio? No lo creo.
La culpa la tenía Silvana, nadie más que ella, pero no existe, al menos no del todo.
La culpa la tenía Silvana, siempre la había tenido ella. Pero ¿cómo puedes culpar a una parte ficticia de ti si, en el momento, te permitiste ser la ficción en busca de un mal mayor?
No puedes evitar ser el culpable porque lo eres. Al final, la verdad es una y solo una, así como yo era uno y no dos: Silvana era yo, yo era Silvana y el asunto moría ahí. El culpable era, claramente, yo, el real, el único y verdadero. y no Silvana.
Ella no existió nunca.
Ella no dijo nada nunca.
Ella no enamoró a nadie nunca.
Era yo. Ese alguien, otro alguien, era yo y Silvestre ya lo sabía, porque tenía que saberlo. Tenía que liberarlo del mal que yo había creado, del mal que yo representaba, del monstruo que se había vestido de hermosas prendas para engañar, engatusar, manipular y consentir sentimientos ilusos e irreales.
Era yo. Ese alguien, falso alguien, era yo y Silvestre volvería a dormir tranquilo tras arrancarle el peso de una farsa casi obsesiva. Volvería, también, a descargar su enojo sobre mi cuerpo y yo lo recibiría con todo el amor del mundo, porque me lo merecía.
Fue a esas alturas del suceso que capté y comprendí que me había enamorado de él casi tanto como él lo había hecho de mí siendo Silvana.
Me sentí patético, más que de costumbre.
Me sentí perdido, más que de costumbre.
Me sentí avergonzado y no lo entendí.
Pero entendí a Silvestre. Entendí sus golpes, sus patadas, sus insultos. Entendí, luego, las visitas que comenzó a hacerme en mi propia casa mientras se desquitaba con palabras recordándome cosas que jamás pensé pudiese recordar con tantos detalles.
Esto sonará un tanto demente, pero, puedo jurarlo, ante Dios y ante el diablo, que me estaba enamorando todavía más de él. Estaba perdiendo la razón, más de lo habitual.
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No solo las aves tienen alas ©
General FictionProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...