Cuando me maté la primera vez (aunque fracasé en ello), mandé a Kevin directo a la mierda.
Cuando Silvestre entró a mi vida, mandé a Kevin directo a la mierda también.
Todos sus secretos se quedaron conmigo, así como los secretos de aquellos otros tantos que, al igual que él, me conocieron a través de las puertas que abrimos por internet.
Y conservé muy bien todo aquel compendio de secretos muy a pesar de haberlo mandado todo a la mierda, muy a pesar, también, de que Silvana ya no existía. Aunque no había dejado de existir por completo en realidad.
Cuando me maté la primera vez en aquel baño del primer piso, lo que vislumbré al otro lado de la vida no fue otra cosa más que una ilusión, una imagen falsa pre-programada por un cerebro que, todavía, no había logrado desconectarse por completo: yo no había muerto en realidad.
¿Por qué insisto, entonces, en declararme muerto, una y otra vez, cada vez que hago mención a aquel fracaso incidental? ¿Por qué insistir e ir a contracorriente de un significado tan claro y definido, enmarcado en una línea que va más allá de lo superficial?
Es simple: la vida no me interesa.
Mi vida no me interesa.
Silvestre logró hacerme cambiar de opinión por un largo tiempo, pero el vacío que había vivido conmigo desde siempre no dejaba de tener hambre, no dejaba de devorarme desde más allá de mis entrañas y, con eso, volvería a infectar mi mente y mis ideas con pronósticos fatalistas.
Tal vez notaron que existe una falla temporal que divide las grabaciones que han estado observando: eso fue debido a mi Protocolo Pánico. Y tal vez harán todo un revuelo en mi habitación, en mi casa, hasta usarán tecnología del año diez mil para recuperar del disco duro de mi computador aquellos datos que destruí por antelación.
Déjenme aclararles, señoras y señores, que tales cosas no funcionarán nunca y que solo harán disgustar aún más a esa mujer que sigue siendo mi madre.
Destruí todo cuanto no quiero sea visto ni conocido. Destruí cuanta huella he dejado impresa en los andenes de una historia profana con tal de no salpicarle nada al muchacho que, sé, culparán por mi propio suicidio.
Me llevé muchas verdades conmigo hasta la muerte, pero otras, las que no me pertenecen, se les entregará a su debido tiempo y en bandeja de plata. Solo deben seguir el paso del tiempo bajo la ley que le concierne: un segundo a la vez, un minuto a la vez, una hora a la vez y, de ahí, culminar un día por vez.
Silvestre tiene respuestas, es solo que no lo sabe. Silvestre tiene consigo el primer fragmento de una llave que develará los misterios existentes tras una ráfaga insana de mentiras perversas y pagos placenteros, todos destinados hacia mí y la tan vil e ilegal exposición de mi cuerpo.
Siempre me consideré una trampa viviente. Siempre supe que acabaría con una parte del mal que existía en este mundo, pero tenía que aliarme con ese mal para acabarlo, para destruirlo.
Estaba consciente que mi muerte sería, en sí misma, la alternativa final, única y verdadera, con la que podría llevar a cabo mi tan vengativo propósito.
Humillarme a mí mismo sería mi mejor arma. Mi propio rostro sería el disfraz perfecto. Mi nombre sería el verdadero problema. Y es que nadie que espera hacer demasiado ruido a favor de hazañas infernales si lleva consigo, impuesto sobre la piel, el nombre de Ángel Gabriel.
¡Irónico!
Fui el ángel de muchos, y muchos pagaron a ciegas por tenerme como su ángel. Fui también el juguete de muchos, y muchos duplicaban o triplicaban mis cifras con tal de incluirse entre mis juegos.
Y tal vez suena grotesco lo que digo, aun cuando, en la realidad, todo fue un acto de mostrar para ser visto.
Nunca nadie me tocó.
Nunca nadie puso nada dentro de mí.
Nunca nadie se supuso en medio de una estafa cataclísmica donde el muchacho que estaba tras la pantalla, el que llevaba puesta minifalda y se penetraba con un vibrador, era, en realidad, un demonio de linda cara con pretensiones autodestructivas y un muy desaforado interés por revelar la identidad de todos los involucrados.
Ninguno conoció mis métodos. Apenas y sabían de mi meta final, mi deseo volcánico.
Todo aquello ocurrió antes de tener a Silvestre. Todo siguió ocurriendo a pesar de haberlo tenido. Las cosas no habían cambiado demasiado, aunque me habían hecho cuestionar, en ciertas ocasiones, el simple asunto de seguir o no con vida.
Tú, simplemente, sientes pánico por la vida. Estoy seguro que fue Kevin el que me lo dijo, pero no estoy seguro cuándo. Tampoco estoy muy seguro de si aquello tenía o no razón en ese instante, pero hoy sé que no había razón alguna tras esas palabras.
Pero una cosa si era verdad, y lo sigue siendo: yo sentía pánico, yo siento pánico. Las preguntas vienen siendo entonces: ¿a qué? ¿a quién? ¿por qué mierda? ¿y desde cuándo?
No lo sé.
No lo supe.
No lo sabré tampoco.
Quizá Silvestre lo sepa, porque logró sacar conclusiones que yo, en medio de un pánico sin sentido, no logré siquiera pensar o ver, a pesar de que su amor, que fue verdadero, intentó hacerme abrazar la vida, intentó hacerme no tomar vuelo.
ESTÁS LEYENDO
No solo las aves tienen alas ©
General FictionProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...