Aquella vez, ni bien me levanté de la cama, opté por hacerle caso a mi propia e insana estupidez. Opté por hacerle caso, también, a mi otro yo, a sus ideas, que eran las mías, pero diferentes.
Opté, ciegamente, a dejar de lado la tragedia y volver a encaminarme calle arriba, perderme en el tráfico montado sobre un autobús atiborrado y, finalmente, volver a mostrar mi cara tras las paredes de un instituto que no había notado mi ausencia, que no habían sentido mi incompleta muerte.
Volví a ser aquel inexistente estudiante del cuarto año al que nadie nota, al que nadie importa, del que nadie se preocupa. Volví a ser aquel yo previo muy a pesar del forzado renacimiento. Fase 1.
Me abrí paso, luego, entre la ciega multitud y me perdí de vista ante las miradas que saben, de antemano, no estoy ahí. Me postré ante el casillero de Silvestre y dejé que mi otro yo habitase, momentáneamente, mis lamentos en el mundo real. Fase 2.
Le dejamos una nota.
Le dejamos una idea.
Le dejamos una dirección: mi dirección.
Le dejamos impresa, sobre una pieza de papel, la máxima de todas las estupideces que podríamos, yo y mi otro yo, llevar a cabo juntos y sin remedio. Porque estaba más que claro para ambos, sobre todo para mí, que esa era la única respuesta posible.
¿Qué era lo que quería responder?
¿Cuál era, en concreto, la pregunta que esperaba aclarar, la que intentaba aclarar?
¿Dónde habitaba, entonces, esa pregunta?
¿En qué parte de mí se encontraba el motivo de preguntarme aquel algo que, en principio, se supone, no debería estar en donde estaba?
Algo había cambiado durante el camino. Algo había surgido de entre unas sombras que ya había previsto pero que, un tanto iluso, pensé haber dejado atrás después de morir. Pero fallé en la muerte, así como fallé, también, al creerme libre de segundas intenciones.
Estaba claro en una cosa: Silvestre me gustaba y demasiado. Estaba claro, también, en que las intenciones, mis intenciones, habían cambiado de parecer sin mi consentimiento, habían cambiado de parecer sin siquiera hacerse notar.
Silvestre me gustaba, de verdad que me gustaba, pero no sabía si era un asunto del todo mío o si tenía algo que ver con las fantasías creadas por aquel otro yo, ilusivo, falso e inexistente yo.
Mis intenciones estaban más que claras, y creo haberlas expuesto ya en una grabación anterior. Pero son tantas las cosas que sucedieron en aquel entonces que, siendo franco, me cuesta hacerme entender a mí mismo también el verdadero orden de ciertas cosas y todo a causa de los detalles, todo a causa de otros detalles.
Quería humillarlo. Silvestre sería otro de los no sé cuántos que se llevarían un mal rato al comprender que, en sus fantasías, habían estado liándose con otro hombre y no con la muchacha que habían creído que era.
Quería humillarme. Silvestre sería otro más del montón que apreciaría, con lujo de detalles y sin censura, todo aquel mal que se oculta debajo de aquellas ropas que me enmascaran como mi otro yo. Se llevaría la sorpresa, desagradable sorpresa, de toparse con algo que, en dulces palabras, hacen que un chico sea, precisamente, un chico.
¿Cuál es el propósito de tu desenfreno auto-destructivo? Esa sería, sin duda alguna, la pregunta que me haría Kevin respecto a ello. Y es, también, la pregunta que suelo hacerme a mí mismo esperando que, por lo menos, mi otro yo sea capaz de darle forma a su propia y falsa existencia.
Pero no hay respuesta.
No hay, con ello, razón ni nada, solo palabras al aire y una extraña sensación en la que siento soy mi propio enemigo. Yo y solo yo, excluyendo a aquel otro yo, porque no está, él nunca está. Así como yo no estoy, nunca, en ninguna parte, aunque me encuentre despierto, vestido y de pie en medio de la multitud.
Soy un monstruo, tal cual Silvestre.
Soy una criatura mítica que desaparece ante las miradas porque nadie me conoce real, porque a nadie le intereso real, porque nadie me cree real y mucho menos imaginario.
Pero, tristemente, el imaginario existe. Tristemente, el imaginario tomó la última palabra tras dejar la nota en aquel casillero a la espera de conseguir la respuesta que, sabemos, obtendremos sin remedio alguno: confrontación.
Real e imaginaria. Cruel y violenta. Así la vislumbré, así la vislumbramos y así, justo así, fue como no ocurrió.
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No solo las aves tienen alas ©
General FictionProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...