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Su forma de mirarme fue completamente distinta

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Su forma de mirarme fue completamente distinta. De un momento a otro, y durante una larga temporada, sus ojos cuando me miraban, fuese en casa, fuese en la escuela, le rehuía casi de inmediato.

Era extraño, y no me refiero a él. Era extraño lo que surgía de mí cuando me miraba, sobre todo porque me oponía a permanecer demasiado tiempo ante sus ojos. Pero en casa el asunto era inevitable.

Inevitable era, también, el no sentir una curiosidad casi monstruosa. Quería indagar en su mente, quería descifrar esas palabras que, ahora, era él quien me comunicaba a través de miradas tan intensas y confusas.

Había adoptado mi código.

Había adoptado mis métodos.

Había adoptado, inclusive, una presencia desaparecida y silenciosa, como la mía. Era un maestro en el arte de la mimetización, talento que desconocía de sí mismo y que, conmigo, llevó a la práctica.

De a poco, ante los ojos del resto, el monstruo fue desapareciendo. Silvestre empezaba a ser fácilmente confundido con una sombra que pasa de largo sin dejar huellas tras de sí. Empezaba a ser confundido con otro tipo de monstruo, el tipo de monstruo que se parecía más a mí que a ningún otro.

Y su mirada se paseaba de un lado a otro solo para seguirme el paso, para rastrear mis idas y venidas por la escuela, para mantenerme siempre bajo el escrutinio de sus deseos sobreprotectores, porque había empezado a protegerme de cualquiera que no fuese él.

En sus travesías, que eran también las mías, cuando le ganaban ciertos impulsos y no había nadie que notara nada relevante, se colaba tras mis pasos y me arrinconaba tras la puerta del baño del primer piso. Ahí me besaba como quería, me mordía cuanto quería, me marcaba el cuello sin importar que las huellas quedasen a la vista de todos.

De igual modo, nadie las notaría.

Nadie me notaría de ninguna manera.

Porque en aquella escuela todo gira en torno a una única cosa: superficialidad. En ese mundo, con esa gente, tras esas paredes, solo abunda lo superficial y nada más. Y Silvestre empezaba a comprender la verdadera peste que representaba aquella tan repulsiva superficialidad a la que estaba tan mal acostumbrado.

Los detalles empezaban a ganar relevancia, empezaban a tener más y más sentido, así como los besos que me daba a plena luz del día, ocultos tras la puerta de aquel baño en el primer piso de la escuela, habían empezado a significar, también, algo más.

Se evidenciaba en su mirada aquello que yo sabía de antemano. Se evidenciaba en la intensidad con la que sus manos comenzaban a tentar las superficies de mi ropa cuando se le ocurría hacerlo, sobre todo cuando yo lo tentaba a hacerlo.

No era mi intención.

No tenía esa intención.

El detalle real no calzaba en aquella intención con la que, accidentalmente, moldeé una idea que, estoy seguro, no existía en su cabeza antes de mostrarle las humillantes e infames verdades que le correspondían a Silvana y que me manchaban a mí sin remedio.

Indelebles. Se trataban de marcas indelebles que surcaban un mundo ancho y ajeno, un mundo repulsivo y grotesco que habité por gusto, por placer, por humillación.

Y lo manché a él con ideas extranjeras.

Le enmarqué el pensamiento con cosas que forman parte de una naturaleza ajena y desvergonzada que, de a poco, parecía surgir de entre sus manos cuando me tocaba, de entre sus labios cuando me besaba, de sus miradas cuando posaba sus oscuros ojos sobre mí.

La primera vez que rompimos un límite mínimo, fue aquella noche en que una horrible tormenta eléctrica causó un apagón a altas horas de la noche.

De esa primera vez, de esa primera línea quebrada, no sobrevivió detalle alguno: estaba oscuro, demasiado oscuro. Yo estaba asustado, demasiado asustado. Mi miedo a la total oscuridad se me subió a la cabeza estuve a punto de quiebre.

La crisis no fue tal cosa y todo gracias a él. Todo fue gracias a su paciente manera de lidiar con el niño asustadizo que me habita cuando las luces se apagan y la luz no vuelve más.

Si se tratase de alguien más, de un monstruo de verdad, quizá hubiesen ocurrido un par de cosas distintas, menos dulces, menos tiernas y absolutamente más viles, más crueles. Pero Silvestre, siendo monstruo, no era de esa clase, de ese nivel, de esa categoría.

Sentí su cuerpo junto al mío. El yacía vestido, yo apenas y llevaba ropa interior en ese momento.

El apagón ocurrió en el peor de los momentos, atacándome, precisamente, cuando más vulnerable me encontraba. Él simplemente surgió de entre las tinieblas para socorrerme, para arrastrarme de vuelta a mi habitación, dejarme sobre la cama y aferrarse a mí hasta que me calmase, hasta que la electricidad volviera.

No ocurrió ni lo uno ni lo otro.

Su cuerpo permaneció ahí sosteniendo el mío, que temblaba y temblaba mientras gimoteaba como un niño. Me besó el cuello, me besó la espalda. Me besó la mano y la cabeza. Me acarició de arriba para abajo repitiendo siempre, una y otra vez, que él estaba ahí, que estaba para mí.

 Me acarició de arriba para abajo repitiendo siempre, una y otra vez, que él estaba ahí, que estaba para mí

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No solo las aves tienen alas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora