Si mi suerte fuese, en cuestión, la misma que la de mi otro yo, tal vez no habría hecho lo que hice cuando lo hice. Pero las cosas son, o fueron, en lo fortuito, otras muy distintas, y eso incluye a Silvestre.
Directa o indirectamente, la desgracia ya había coronado nuestro encuentro, así que, fuese como fuese, el hecho de toparnos el uno con el otro iba a culminar de la misma manera en la que sucedió: pateándome el culo hasta sangrar.
Mayores fueron las razones para evitarme el ser descubierto, o el de siquiera intentar descubrirme a mí mismo: sería hombre muerto si tal cosa ocurriese. Pero ese no era el mayor o el menor de mis temores: mi temor era, en cuestión, la realidad y todo lo que en ella habita.
¿Por qué detestas la escuela? Me preguntas, Kevin. Y yo respondo: por la gente.
¿Por qué no te gusta el mundo de ahí fuera? Preguntas luego, Kevin, para mantener la costumbre. Y yo respondo, una vez más: por la gente.
¿Por qué insistes en no darle una oportunidad a ese mundo, a esa gente? Disparaste, Kevin, a modo de fusilarme. Pero mis instintos animales y mis reflejos sobrehumanos esquivan la bala y yo, con la mirada de siempre, con la voz de siempre, con el tono de siempre, te digo que ese no es asunto suyo, ni del gremio ni de nadie.
Pero la razón real, Kevin, esa que no te dije, yacía, precisamente, día tras día, compartiendo el mismo aire que respiraba cuando me arrinconaba solo para decorarme moretones en el cuerpo y en la cara.
La razón real, Kevin, siempre tendrá un lindo rostro y una personalidad venenosa, porque los monstruos saben cómo disfrazarse tras una belleza ingenua mientras, a espaldas del resto, la máscara se agrieta y salen, a la luz, los verdaderos rasgos de su naturaleza despreciable.
Todos los monstruos nos parecemos en ello y Silvestre no era, ni por asomo, una excepción a la regla.
Muy a pesar de ello, y muy a pesar de Kevin, a Silvestre lo consideré algo que iba más allá de la excepción: Silvestre, el mío, era uno; el monstruo era otro que compartía con él, por completo, todo su ser, toda su esencia.
Ante todo, debo admitir una cosa, aclarar un panorama que yace, todavía, un tanto borroso: ¿cuáles eran mis intenciones reales? ¿Qué era lo que yo quería, en realidad, de aquel muchacho llamado Silvestre? Todavía hoy me hago las mismas preguntas y estoy del todo complacido con mis respuestas vacías.
Sigo creyendo, muy frívolamente, que mis intenciones eran, a lo sumo, un duplicado de las que solía llevar a cabo con el resto de mis ilusos fanáticos: quería humillarlo.
Quería, en mayor o menor medida, ser un punto de referencia para sus deseos carnales, para sus ilusiones vacías, para sus inmaduras fantasías. Quería obtener de él la misma respuesta que esperan de mí cuando buscan, evidentemente, aquello que yace debajo de las ropas que desfilo.
Quería alimentar mis propios deseos a partir de una malintencionada acción, acción que había venido ejerciendo desde hacía un buen rato con resultados, en mayor medida, positivos y muy bien remunerados.
¿De verdad quería tal cosa de Silvestre?
¿De verdad me planté ante la repetida idea de desnudarlo del otro lado de la pantalla para luego, al final, hacer lo mismo y lanzarle la peor de todas las verdades que mi otro yo oculta a simple vista, ante los ojos del mundo?
¿Acaso esa fue la razón, única razón, por la que Silvestre se salvó de mi riguroso sistema de selección?
Insisto en decir que me había estado mintiendo y, durante el largo tiempo en que mantuve palabras compartidas con aquel muchacho, las cosas habían comenzado a tomar un rumbo extraño y no planificado.
Todo fue antes de las clases.
Todo fue, también, durante ellas.
Todo fue, en un principio, una farsa que, en sí misma, también era farsa porque, sin remedio, mis propias intenciones no fueron nunca las que había estado pensando o creyendo.
Mientras tanto, en el mundo real, Silvestre me golpeaba, una y otra vez, desangrándome la vida cada tanto como buscando en mí una reacción, para él, placentera.
Pero no puedes esperar lágrimas de quien desea la muerte. No puedes esperar, nunca, una muestra de dolor de un ser para el que respirar es, en resumen, un acto de eterno y vacío sufrimiento.
Un puñetazo en la cara, un ojo morado, dos costillas rotas y un diente astillado. Nada de eso, nunca, podría hacer brotar lágrimas de mis ojos. Ningún acto de física brutalidad representaba, en efecto, una especie de castigo o calamidad: solo era tiempo perdido y heridas sin razón que tenía que explicarle, luego, a mi madre.
La delgada línea que existía entre mi otro yo y yo mismo había empezado a acortarse cuando, sin remedio, tenía que presentarse ante Silvestre con los mismos moretones que yo. Esa fue una prueba fácil de superar.
Inventarme una historia no fue tan complicado, a fin de cuentas "la doncella en apuros" siempre atrae buen público. Silvestre, arrastrado por unas emociones cada vez menos disfrazadas, se mostró en desespero preocupado.
Fueron esas reacciones suyas las que me hicieron perder el norte en más de una ocasión, sobre todo, por la autenticidad de su ímpetu. Y fue su mismo ímpetu el que, al final, lo terminó arrinconando.
Yo no quedaba a salvo de ello tampoco: a mí me arrinconaba hacia la otra dirección, con una ferocidad igual o mayor a la que le mordisqueaba a él en el cuello. Simplemente no fui capaz de resistirlo, no fui capaz de resistirme, no fui capaz de hacer lo que debía hacer para humillarlo, para humillarme.
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No solo las aves tienen alas ©
Ficción GeneralProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...